Página 677 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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En el tribunal de Pilato
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El rostro de Pilato palideció. Le confundían sus propias emocio-
nes en conflicto. Pero mientras postergaba la acción, los sacerdotes
y príncipes inflamaban aun más los ánimos del pueblo. Pilato se
vió forzado a obrar. Recordó entonces una costumbre que podría
servir para obtener la liberación de Cristo. En ocasión de esta fiesta,
se acostumbraba soltar a algún preso que el pueblo eligiese. Era
una costumbre de invención pagana; no había sombra de justicia
en ella, pero los judíos la apreciaban mucho. En aquel entonces las
autoridades romanas tenían preso a un tal Barrabás que estaba bajo
sentencia de muerte. Este hombre había aseverado ser el Mesías.
Pretendía tener autoridad para establecer un orden de cosas diferente
para arreglar el mundo. Dominado por el engaño satánico, sostenía
que le pertenecía todo lo que pudiese obtener por el robo. Había
hecho cosas maravillosas por medio de los agentes satánicos, ha-
bía conquistado secuaces entre el pueblo y había provocado una
sedición contra el gobierno romano. Bajo el manto del entusiasmo
religioso, se ocultaba un bribón empedernido y desesperado, que
sólo procuraba cometer actos de rebelión y crueldad. Al ofrecer al
pueblo que eligiese entre este hombre y el Salvador inocente, Pilato
pensó despertar en él un sentido de justicia. Esperaba suscitar su
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simpatía por Jesús en oposición a los sacerdotes y príncipes. Así que
volviéndose a la muchedumbre, dijo con gran fervor: “¿Cuál queréis
que os suelte? ¿a Barrabás, o a Jesús que se dice el Cristo?”
Como el rugido de las fieras, vino la respuesta de la turba: Suél-
tanos a Barrabás. E iba en aumento el clamor: ¡Barrabás! ¡Barrabás!
Pensando que el pueblo no había comprendido su pregunta, Pilato
preguntó: “¿Queréis que os suelte al Rey de los Judíos?” Pero vol-
vieron a clamar: “Quita a éste, y suéltanos a Barrabás.” “¿Qué pues
haré de Jesús que se dice el Cristo?” preguntó Pilato. Nuevamente
la agitada turba rugió como demonios. Había verdaderos demonios
en forma humana en la muchedumbre, y ¿qué podía esperarse sino
la respuesta: “Sea crucificado”?
Pilato estaba turbado. No había pensado obtener tal resultado. Le
repugnaba entregar un hombre inocente a la muerte más ignominiosa
y cruel que se pudiese infligir. Cuando hubo cesado el tumulto de
las voces, volvió a hablar al pueblo diciendo: “Pues ¿qué mal ha
hecho?” Pero era demasiado tarde para argüir. No eran pruebas de
la inocencia de Cristo lo que querían, sino su condena.