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El Deseado de Todas las Gentes
Pilato se esforzó todavía por salvarlo. “Les dijo la tercera vez:
¿Pues qué mal ha hecho éste? Ninguna culpa de muerte he hallado
en él: le castigaré, pues, y le soltaré.” Pero la sola mención de su li-
beración decuplicaba el frenesí del pueblo. “Crucifícale, crucifícale,”
clamaban. La tempestad que la indecisión de Pilato había provocado
rugía cada vez más.
Jesús fué tomado, extenuado de cansancio y cubierto de heridas,
y fué azotado a la vista de la muchedumbre. “Entonces los soldados
le llevaron dentro de la sala, es a saber, al pretorio; y convocan toda
la cohorte. Y le visten de púrpura; y poniéndole una corona tejida de
espinas, comenzaron luego a saludarle: ¡Salve, Rey de los Judíos!
... Y escupían en él, y le adoraban hincadas las rodillas.” De vez
en cuando, alguna mano perversa le arrebataba la caña que había
sido puesta en su mano, y con ella hería la corona que estaba sobre
su frente, haciendo penetrar las espinas en sus sienes y chorrear la
sangre por su rostro y barba.
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¡Admiraos, oh cielos! ¡y asómbrate, oh tierra! Contemplad al
opresor y al oprimido. Una multitud enfurecida rodea al Salvador
del mundo. Las burlas y los escarnios se mezclan con los groseros
juramentos de blasfemia. La muchedumbre inexorable comenta su
humilde nacimiento y vida. Pone en ridículo su pretensión de ser
Hijo de Dios, y la broma obscena y el escarnio insultante pasan de
labio a labio.
Satanás indujo a la turba cruel a ultrajar al Salvador. Era su
propósito provocarle a que usase de represalias, si era posible, o
impulsarle a realizar un milagro para librarse y así destruir el plan de
la salvación. Una mancha sobre su vida humana, un desfallecimiento
de su humanidad para soportar la prueba terrible, y el Cordero de
Dios habría sido una ofrenda imperfecta y la redención del hombre
habría fracasado. Pero Aquel que con una orden podría haber hecho
acudir en su auxilio a la hueste celestial, el que por la manifestación
de su majestad divina podría haber ahuyentado de su vista e infundi-
do terror a esa muchedumbre, se sometió con perfecta calma a los
más groseros insultos y ultrajes.
Los enemigos de Cristo habían pedido un milagro como prueba
de su divinidad. Tenían una prueba mayor que cualquiera de las que
buscasen. Así como su crueldad degradaba a sus atormentadores
por debajo de la humanidad a semejanza de Satanás, así también la