Página 679 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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En el tribunal de Pilato
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mansedumbre y paciencia de Jesús le exaltaban por encima de la
humanidad y probaban su relación con Dios. Su humillación era la
garantía de su exaltación. Las cruentas gotas de sangre que de sus
heridas sienes corrieron por su rostro y su barba, fueron la garantía
de su ungimiento con el “óleo de alegría
como sumo sacerdote
nuestro.
La ira de Satanás fué grande al ver que todos los insultos infligi-
dos al Salvador no podían arrancar de sus labios la menor murmu-
ración. Aunque se había revestido de la naturaleza humana, estaba
sostenido por una fortaleza semejante a la de Dios y no se apartó un
ápice de la voluntad de su Padre.
Cuando Pilato entregó a Jesús para que fuese azotado y burlado,
pensó excitar la compasión de la muchedumbre. Esperaba que ella
decidiera que este castigo bastaba. Pensó que aun la malicia de
los sacerdotes estaría ahora satisfecha. Pero, con aguda percepción,
los judíos vieron la debilidad que significaba el castigar así a un
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hombre que había sido declarado inocente. Sabían que Pilato estaba
procurando salvar la vida del preso, y ellos estaban resueltos a que
Jesús no fuese libertado. Para agradarnos y satisfacernos, Pilato
le ha azotado, pensaron, y si insistimos en obtener una decisión,
conseguiremos seguramente nuestro fin.
Pilato mandó entonces que se trajese a Barrabás al tribunal.
Presentó luego los dos presos, uno al lado del otro, y señalando al
Salvador dijo con voz de solemne súplica: “He aquí el hombre.” “Os
le traigo fuera, para que entendáis que ningún crimen hallo en él.”
Allí estaba el Hijo de Dios, llevando el manto de burla y la
corona de espinas. Desnudo hasta la cintura, su espalda revelaba los
largos y crueles azotes, de los cuales la sangre fluía copiosamente. Su
rostro manchado de sangre llevaba las marcas del agotamiento y el
dolor; pero nunca había parecido más hermoso que en ese momento.
El semblante del Salvador no estaba desfigurado delante de sus
enemigos. Cada rasgo expresaba bondad y resignación y la más
tierna compasión por sus crueles verdugos. Su porte no expresaba
debilidad cobarde, sino la fuerza y dignidad de la longanimidad.
En sorprendente contraste, se destacaba el preso que estaba a su
lado. Cada rasgo del semblante de Barrabás le proclamaba como el
empedernido rufián que era. El contraste hablaba a toda persona que
lo contemplaba. Algunos de los espectadores lloraban. Al mirar a