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El Deseado de Todas las Gentes
dos veces, y toda esa noche se había producido una escena tras otra
de un carácter capaz de probar hasta lo sumo a un alma humana.
Cristo no había desfallecido. No había pronunciado palabra que
no tendiese a glorificar a Dios. Durante toda la deshonrosa farsa
del proceso, se había portado con firmeza y dignidad. Pero cuando,
después de la segunda flagelación, la cruz fué puesta sobre él, la
naturaleza humana no pudo soportar más y Jesús cayó desmayado
bajo la carga.
La muchedumbre que seguía al Salvador vió sus pasos débiles
y tambaleantes, pero no manifestó compasión. Se burló de él y
le vilipendió porque no podía llevar la pesada cruz. Volvieron a
poner sobre él la carga, y otra vez cayó desfalleciente al suelo. Sus
perseguidores vieron que le era imposible llevarla más lejos. No
sabían dónde encontrar quien quisiese llevar la humillante carga.
Los judíos mismos no podían hacerlo, porque la contaminación les
habría impedido observar la Pascua. Entre la turba que le seguía no
había una sola persona que quisiese rebajarse a llevar la cruz.
En ese momento, un forastero, Simón cireneo, que volvía del
campo, se encontró con la muchedumbre. Oyó las burlas y palabras
soeces de la turba; oyó las palabras repetidas con desprecio: Abrid
paso para el Rey de los judíos. Se detuvo asombrado ante la escena;
y como expresara su compasión, se apoderaron de él y colocaron la
cruz sobre sus hombros.
Simón había oído hablar de Jesús. Sus hijos creían en el Salvador,
pero él no era discípulo. Resultó una bendición para él llevar la cruz
al Calvario y desde entonces estuvo siempre agradecido por esta
providencia. Ella le indujo a tomar sobre sí la cruz de Cristo por su
propia voluntad y a estar siempre alegremente bajo su carga.
Había no pocas mujeres entre la multitud que seguía al Inocente
a su muerte cruel. Su atención estaba fija en Jesús. Algunas de ellas
le habían visto antes. Algunas le habían llevado sus enfermos y
dolientes. Otras habían sido sanadas. Al oír el relato de las escenas
que acababan de acontecer, se asombraron por el odio de la mu-
chedumbre hacia Aquel por quien su propio corazón se enternecía
y estaba por quebrantarse. Y a pesar de la acción de la turba en-
furecida y de las palabras airadas de sacerdotes y príncipes, esas
mujeres expresaron su simpatía. Al caer Jesús desfallecido bajo la
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cruz, prorrumpieron en llanto lastimero.