684
El Deseado de Todas las Gentes
Al llegar al lugar de la ejecución, los presos fueron atados a los
instrumentos de tortura. Los dos ladrones se debatieron en las manos
de aquellos que los ponían sobre la cruz; pero Jesús no ofreció
resistencia. La madre de Jesús, sostenida por el amado discípulo
Juan, había seguido las pisadas de su Hijo hasta el Calvario. Le
había visto desmayar bajo la carga de la cruz, y había anhelado
sostener con su mano la cabeza herida y bañar la frente que una vez
se reclinara en su seno. Pero se le había negado este triste privilegio.
Juntamente con los discípulos, acariciaba todavía la esperanza de
que Jesús manifestara su poder y se librara de sus enemigos. Pero su
corazón volvió a desfallecer al recordar las palabras con que Jesús
había predicho las mismas escenas que estaban ocurriendo. Mientras
ataban a los ladrones a la cruz, miró suspensa en agonía. ¿Dejaría
que se le crucificase Aquel que había dado vida a los muertos?
¿Se sometería el Hijo de Dios a esta muerte cruel? ¿Debería ella
renunciar a su fe de que Jesús era el Mesías? ¿Tendría ella que
presenciar su oprobio y pesar sin tener siquiera el privilegio de
servirle en su angustia? Vió sus manos extendidas sobre la cruz;
se trajeron el martillo y los clavos, y mientras éstos se hundían a
través de la tierna carne, los afligidos discípulos apartaron de la cruel
escena el cuerpo desfalleciente de la madre de Jesús.
El Salvador no dejó oír un murmullo de queja. Su rostro per-
maneció sereno. Pero había grandes gotas de sudor sobre su frente.
No hubo mano compasiva que enjugase el rocío de muerte de su
rostro, ni se oyeron palabras de simpatía y fidelidad inquebrantable
que sostuviesen su corazón humano. Mientras los soldados estaban
realizando su terrible obra, Jesús oraba por sus enemigos: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen.” Su espíritu se apartó de
sus propios sufrimientos para pensar en el pecado de sus perseguido-
res, y en la terrible retribución que les tocaría. No invocó maldición
alguna sobre los soldados que le maltrataban tan rudamente. No
invocó venganza alguna sobre los sacerdotes y príncipes que se
regocijaban por haber logrado su propósito. Cristo se compadeció
[694]
de ellos en su ignorancia y culpa. Sólo exhaló una súplica para que
fuesen perdonados, “porque no saben lo que hacen.”
Si hubiesen sabido que estaban torturando a Aquel que había
venido para salvar a la raza pecaminosa de la ruina eterna, el re-
mordimiento y el horror se habrían apoderado de ellos. Pero su