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El Deseado de Todas las Gentes
Un poder superior a Pilato y a los judíos había dirigido la coloca-
ción de esa inscripción sobre la cabeza de Jesús. En la providencia
de Dios, tenía que incitar a reflexionar e investigar las Escrituras.
El lugar donde Cristo fué crucificado se hallaba cerca de la ciudad.
Miles de personas de todos los países estaban entonces en Jerusalén,
y la inscripción que declaraba Mesías a Jesús de Nazaret iba a llegar
a su conocimiento. Era una verdad viva transcrita por una mano que
Dios había guiado.
En los sufrimientos de Cristo en la cruz, se cumplía la profecía.
Siglos antes de la crucifixión, el Salvador había predicho el trato que
iba a recibir. Dijo: “Porque perros me han rodeado, hame cercado
cuadrilla de malignos: horadaron mis manos y mis pies. Contar pue-
do todos mis huesos; ellos miran, considéranme. Partieron entre sí
mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.
La profecía concer-
niente a sus vestiduras fué cumplida sin consejo ni intervención de
los amigos o los enemigos del Crucificado. Su ropa había sido dada a
los soldados que le habían puesto en la cruz. Cristo oyó las disputas
de los hombres mientras se repartían las ropas entre sí. Su túnica era
tejida sin costura y dijeron: “No la partamos, sino echemos suertes
sobre ella, de quién será.”
En otra profecía, el Salvador declaró: “La afrenta ha quebrantado
mi corazón, y estoy acongojado: y esperé quien se compadeciese
de mí, y no lo hubo: y consoladores, y ninguno hallé. Pusiéronme
además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre.
Era permitido dar a los que sufrían la muerte de cruz una poción
estupefaciente que amortiguase la sensación del dolor. Esta poción
fué ofrecida a Jesús; pero al probarla, la rehusó. No quería recibir
algo que turbase su inteligencia. Su fe debía aferrarse a Dios. Era su
única fuerza. Enturbiar sus sentidos sería dar una ventaja a Satanás.
Los enemigos de Jesús desahogaron su ira sobre él mientras
pendía de la cruz. Sacerdotes, príncipes y escribas se unieron a la
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muchedumbre para burlarse del Salvador moribundo. En ocasión
del bautismo y de la transfiguración, se había oído la voz de Dios
proclamar a Cristo como su Hijo. Nuevamente, precisamente antes
de la entrega de Cristo, el Padre había hablado y atestiguado su
divinidad. Pero ahora la voz del cielo callaba. Ningún testimonio
se oía en favor de Cristo. Solo, sufría los ultrajes y las burlas de los
hombres perversos.