Página 692 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
efecto del padecimiento uno de ellos se volvió más desesperado y
desafiante. Pero no sucedió así con su compañero. Este hombre no
era un criminal empedernido. Había sido extraviado por las malas
compañías, pero era menos culpable que muchos de aquellos que
estaban al lado de la cruz vilipendiando al Salvador. Había visto y
oído a Jesús y se había convencido por su enseñanza, pero había sido
desviado de él por los sacerdotes y príncipes. Procurando ahogar su
convicción, se había hundido más y más en el pecado, hasta que fué
arrestado, juzgado como criminal y condenado a morir en la cruz.
En el tribunal y en el camino al Calvario, había estado en compañía
de Jesús. Había oído a Pilato declarar: “Ningún crimen hallo en él.
Había notado su porte divino y el espíritu compasivo de perdón que
manifestaba hacia quienes le atormentaban. En la cruz, vió a los
muchos que hacían gran profesión de religión sacarle la lengua con
escarnio y ridiculizar al Señor Jesús. Vió las cabezas que se sacu-
dían, oyó cómo su compañero de culpabilidad repetía las palabras
de reproche: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.”
Entre los que pasaban, oía a muchos que defendían a Jesús. Les oía
repetir sus palabras y hablar de sus obras. Penetró de nuevo en su
corazón la convicción de que era el Cristo. Volviéndose hacia su
compañero culpable, dijo: “¿Ni aun tú temes a Dios, estando en la
misma condenación?” Los ladrones moribundos no tenían ya nada
que temer de los hombres. Pero uno de ellos sentía la convicción
de que había un Dios a quien temer, un futuro que debía hacerle
temblar. Y ahora, así como se hallaba, todo manchado por el pecado,
se veía a punto de terminar la historia de su vida. “Y nosotros, a la
verdad, justamente padecemos—gimió,—porque recibimos lo que
merecieron nuestros hechos: mas éste ningún mal hizo.”
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Nada ponía ya en tela de juicio. No expresaba dudas ni repro-
ches. Al ser condenado por su crimen, el ladrón se había llenado
de desesperación; pero ahora brotaban en su mente pensamientos
extraños, impregnados de ternura. Recordaba todo lo que había oído
decir acerca de Jesús, cómo había sanado a los enfermos y perdo-
nado el pecado. Había oído las palabras de los que creían en Jesús
y le seguían llorando. Había visto y leído el título puesto sobre la
cabeza del Salvador. Había oído a los transeúntes repetirlo, algunos
con labios temblorosos y afligidos, otros con escarnio y burla. El
Espíritu Santo iluminó su mente y poco a poco se fué eslabonando la