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El Deseado de Todas las Gentes
no puede ver el rostro reconciliador del Padre. Al sentir el Salvador
que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema
angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podrá comprender
plenamente el hombre. Tan grande fué esa agonía que apenas le
dejaba sentir el dolor físico.
Con fieras tentaciones, Satanás torturaba el corazón de Jesús.
El Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba. La
esperanza no le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni
le hablaba de la aceptación de su sacrificio por el Padre. Temía que
el pecado fuese tan ofensivo para Dios que su separación resultase
eterna. Sintió la angustia que el pecador sentirá cuando la misericor-
dia no interceda más por la raza culpable. El sentido del pecado, que
atraía la ira del Padre sobre él como substituto del hombre, fué lo
que hizo tan amarga la copa que bebía el Hijo de Dios y quebró su
corazón.
Con asombro, los ángeles presenciaron la desesperada agonía
del Salvador. Las huestes del cielo velaron sus rostros para no ver
ese terrible espectáculo. La naturaleza inanimada expresó simpatía
por su Autor insultado y moribundo. El sol se negó a mirar la te-
rrible escena. Sus rayos brillantes iluminaban la tierra a mediodía,
cuando de repente parecieron borrarse. Como fúnebre mortaja, una
obscuridad completa rodeó la cruz. “Fueron hechas tinieblas sobre
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toda la tierra hasta la hora de nona.” Estas tinieblas, que eran tan
profundas como la medianoche sin luna ni estrellas, no se debía a
ningún eclipse ni a otra causa natural. Era un testimonio milagroso
dado por Dios para confirmar la fe de las generaciones ulteriores.
En esa densa obscuridad, se ocultaba la presencia de Dios. El
hace de las tinieblas su pabellón y oculta su gloria de los ojos
humanos. Dios y sus santos ángeles estaban al lado de la cruz. El
Padre estaba con su Hijo. Sin embargo, su presencia no se reveló.
Si su gloria hubiese fulgurado de la nube, habría quedado destruido
todo espectador humano. En aquella hora terrible, Cristo no fué
consolado por la presencia del Padre. Pisó solo el lagar y del pueblo
no hubo nadie con él.
Con esa densa obscuridad, Dios veló la última agonía humana
de su Hijo. Todos los que habían visto a Cristo sufrir estaban con-
vencidos de su divinidad. Ese rostro, una vez contemplado por la
humanidad, no sería jamás olvidado. Así como el rostro de Caín