El Calvario
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expresaba su culpabilidad de homicida, el rostro de Cristo revelaba
inocencia, serenidad, benevolencia: la imagen de Dios. Pero sus
acusadores no quisieron prestar atención al sello del cielo. Durante
largas horas de agonía, Cristo había sido mirado por la multitud
escarnecedora. Ahora le ocultó misericordiosamente el manto de
Dios.
Un silencio sepulcral parecía haber caído sobre el Calvario. Un
terror sin nombre dominaba a la muchedumbre que estaba rodeando
la cruz. Las maldiciones y los vilipendios quedaron a medio pronun-
ciar. Hombres, mujeres y niños cayeron postrados al suelo. Rayos
vívidos fulguraban ocasionalmente de la nube y dejaban ver la cruz y
el Redentor crucificado. Sacerdotes, príncipes, escribas, verdugos y
la turba, todos pensaron que había llegado su tiempo de retribución.
Después de un rato, alguien murmuró que Jesús bajaría ahora de la
cruz. Algunos intentaron regresar a tientas a la ciudad, golpeándose
el pecho y llorando de miedo.
A la hora nona, las tinieblas se elevaron de la gente, pero siguie-
ron rodeando al Salvador. Eran un símbolo de la agonía y horror que
pesaban sobre su corazón. Ningún ojo podía atravesar la lobreguez
que rodeaba la cruz, y nadie podía penetrar la lobreguez más intensa
que rodeaba el alma doliente de Cristo. Los airados rayos parecían
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lanzados contra él mientras pendía de la cruz. Entonces “exclamó
Jesús a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?” “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Cuando la lobreguez
exterior se asentó en derredor del Salvador, muchas voces exclama-
ron: La venganza del cielo está sobre él. Son lanzados contra él los
rayos de la ira de Dios, porque se declaró Hijo de Dios. Muchos que
creían en él oyeron su clamor desesperado. La esperanza los aban-
donó. Si Dios había abandonado a Jesús, ¿en quién podían confiar
sus seguidores?
Cuando las tinieblas se alzaron del espíritu oprimido de Cristo,
recrudeció su sentido de los sufrimientos físicos y dijo: “Sed ten-
go.” Uno de los soldados romanos, movido a compasión al mirar
sus labios resecos, colocó una esponja en un tallo de hisopo y, su-
mergiéndola en un vaso de vinagre, se la ofreció a Jesús. Pero los
sacerdotes se burlaron de su agonía. Cuando las tinieblas cubrieron
la tierra, se habían llenado de temor; pero al disiparse su terror vol-
vieron a temer que Jesús se les escapase todavía. Interpretaron mal