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El Deseado de Todas las Gentes
sus palabras: “Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?” Con amargo despre-
cio y escarnio dijeron: “A Elías llama éste.” Rechazaron la última
oportunidad de aliviar sus sufrimientos. “Deja—dijeron,—veamos
si viene Elías a librarle.”
El inmaculado Hijo de Dios pendía de la cruz: su carne estaba
lacerada por los azotes; aquellas manos que tantas veces se habían
extendido para bendecir, estaban clavadas en el madero; aquellos
pies tan incansables en los ministerios de amor estaban también
clavados a la cruz; esa cabeza real estaba herida por la corona de
espinas; aquellos labios temblorosos formulaban clamores de dolor.
Y todo lo que sufrió: las gotas de sangre que cayeron de su cabeza,
sus manos y sus pies, la agonía que torturó su cuerpo y la inefable
angustia que llenó su alma al ocultarse el rostro de su Padre, habla a
cada hijo de la humanidad y declara: Por ti consiente el Hijo de Dios
en llevar esta carga de culpablidad; por ti saquea el dominio de la
muerte y abre las puertas del Paraíso. El que calmó las airadas ondas
y anduvo sobre la cresta espumosa de las olas, el que hizo temblar
a los demonios y huir a la enfermedad, el que abrió los ojos de los
ciegos y devolvió la vida a los muertos, se ofrece como sacrificio en
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la cruz, y esto por amor a ti. El, el Expiador del pecado, soporta la
ira de la justicia divina y por causa tuya se hizo pecado.
En silencio, los espectadores miraron el fin de la terrible escena.
El sol resplandecía; pero la cruz estaba todavía rodeada de tinieblas.
Los sacerdotes y príncipes miraban hacia Jerusalén; y he aquí, la
nube densa se había asentado sobre la ciudad y las llanuras de Judea.
El sol de justicia, la luz del mundo, retiraba sus rayos de Jerusalén,
la que una vez fuera la ciudad favorecida. Los fieros rayos de la ira
de Dios iban dirigidos contra la ciudad condenada.
De repente, la lobreguez se apartó de la cruz, y en tonos claros,
como de trompeta, que parecían repercutir por toda la creación, Jesús
exclamó: “Consumado es.” “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu.” Una luz circuyó la cruz y el rostro del Salvador brilló con
una gloria como la del sol. Inclinó entonces la cabeza sobre el pecho
y murió.
Entre las terribles tinieblas, aparentemente abandonado de Dios,
Cristo había apurado las últimas heces de la copa de la desgracia
humana. En esas terribles horas había confiado en la evidencia que
antes recibiera de que era aceptado de su Padre. Conocía el carácter