Página 710 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
blado? Era el centurión, el soldado romano. La divina paciencia del
Salvador y su muerte repentina, con el clamor de victoria en los
labios, habían impresionado a ese pagano. En el cuerpo magullado y
quebrantado que pendía de la cruz, el centurión reconoció la figura
del Hijo de Dios. No pudo menos que confesar su fe. Así se dió
nueva evidencia de que nuestro Redentor iba a ver del trabajo de su
alma. En el mismo día de su muerte, tres hombres, que diferían am-
pliamente el uno del otro, habían declarado su fe: el que comandaba
la guardia romana, el que llevó la cruz del Salvador, y el que murió
en la cruz a su lado.
Al acercarse la noche, una quietud sorprendente se asentó sobre
el Calvario. La muchedumbre se dispersó, y muchos volvieron a
Jerusalén muy cambiados en espíritu de lo que habían sido por la
mañana. Muchos habían acudido a la crucifixión por curiosidad y
no por odio hacia Cristo. Sin embargo, creían las acusaciones de
los sacerdotes y consideraban a Jesús como malhechor. Bajo una
excitación sobrenatural se habían unido con la muchedumbre en sus
burlas contra él. Pero cuando la tierra fué envuelta en negrura y se
sintieron acusados por su propia conciencia, se vieron culpables de
un gran mal. Ninguna broma ni risa burlona se oyó en medio de
aquella temible lobreguez; cuando se alzó, regresaron a sus casas en
solemne silencio. Estaban convencidos de que las acusaciones de
los sacerdotes eran falsas, que Jesús no era un impostor; y algunas
semanas más tarde, cuando Pedro predicó en el día de Pentecostés,
se encontraban entre los miles que se convirtieron a Cristo.
Pero los dirigentes judíos no fueron cambiados por los aconteci-
mientos que habían presenciado. Su odio hacia Jesús no disminuyó.
Las tinieblas que habían descendido sobre la tierra en ocasión de
la crucifixión no eran más densas que las que rodeaban todavía el
espíritu de los sacerdotes y príncipes. En ocasión de su nacimiento,
la estrella había conocido a Cristo, y había guiado a los magos hasta
el pesebre donde yacía. Las huestes celestiales le habían conocido y
habían cantado su alabanza sobre las llanuras de Belén. El mar había
conocido su voz y acatado su orden. La enfermedad y la muerte
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habían reconocido su autoridad y le habían cedido su presa. El sol
le había conocido, y a la vista de su angustia de moribundo había
ocultado su rostro de luz. Las rocas le habían conocido y se habían
desmenuzado en fragmentos a su clamor. La naturaleza inanimada