En la tumba de José
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había conocido a Cristo y había atestiguado su divinidad. Pero los
sacerdotes y príncipes de Israel no conocieron al Hijo de Dios.
Sin embargo, no descansaban. Habían llevado a cabo su propósi-
to de dar muerte a Cristo; pero no tenían el sentimiento de victoria
que habían esperado. Aun en la hora de su triunfo aparente, estaban
acosados por dudas en cuanto a lo que iba a suceder luego. Habían
oído el clamor: “Consumado es.” “Padre, en tus manos encomien-
do mi espíritu.
Habían visto partirse las rocas, habían sentido el
poderoso terremoto, y estaban agitados e intranquilos.
Habían tenido celos de la influencia de Cristo sobre el pueblo
cuando vivía; tenían celos de él aun en la muerte. Temían más,
mucho más, al Cristo muerto de lo que habían temido jamás al
Cristo vivo. Temían que la atención del pueblo fuese dirigida aun
más a los acontecimientos que acompañaron su crucifixión. Temían
los resultados de la obra de ese día. Por ningún pretexto querían
que su cuerpo permaneciese en la cruz durante el sábado. El sábado
se estaba acercando y su santidad quedaría violada si los cuerpos
permanecían en la cruz. Así que, usando esto como pretexto, los
dirigentes judíos pidieron a Pilato que hiciese apresurar la muerte
de las víctimas y quitar sus cuerpos antes de la puesta del sol.
Pilato tenía tan poco deseo como ellos de que el cuerpo de Jesús
permaneciese en la cruz. Habiendo obtenido su consentimiento,
hicieron romper las piernas de los dos ladrones para apresurar su
muerte; pero se descubrió que Jesús ya había muerto. Los rudos
soldados habían sido enternecidos por lo que habían oído y visto de
Cristo, y esto les impidió quebrarle los miembros. Así en la ofrenda
del Cordero de Dios se cumplió la ley de la Pascua: “No dejarán de
él para la mañana, ni quebrarán hueso en él: conforme a todos los
ritos de la pascua la harán.
Los sacerdotes y príncipes se asombraron al hallar que Cristo
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había muerto. La muerte de cruz era un proceso lento; era difícil
determinar cuándo cesaba la vida. Era algo inaudito que un hombre
muriese seis horas después de la crucifixión. Los sacerdotes querían
estar seguros de la muerte de Jesús, y a sugestión suya un soldado
dió un lanzazo al costado del Salvador. De la herida así hecha,
fluyeron dos copiosos y distintos raudales: uno de sangre, el otro
de agua. Esto fué notado por todos los espectadores, y Juan anota
el suceso muy definidamente. Dice: “Uno de los soldados le abrió