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El Deseado de Todas las Gentes
el costado con una lanza, y luego salió sangre y agua. Y el que lo
vió, da testimonio, y su testimonio es verdadero: y él sabe que dice
verdad, para que vosotros también creáis. Porque estas cosas fueron
hechas para que se cumpliese la Escritura: Hueso no quebrantaréis
de él. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.
Después de la resurrección, los sacerdotes y príncipes hicieron
circular el rumor de que Cristo no murió en la cruz, que simplemente
se había desmayado, y que más tarde revivió. Otro rumor afirmaba
que no era un cuerpo real de carne y hueso, sino la semejanza de
un cuerpo, lo que había sido puesto en la tumba. La acción de los
soldados romanos desmiente estas falsedades. No le rompieron las
piernas, porque ya estaba muerto. Para satisfacer a los sacerdotes, le
atravesaron el costado. Si la vida no hubiese estado ya extinta, esta
herida le habría causado una muerte instantánea.
Pero no fué el lanzazo, no fué el padecimiento de la cruz, lo
que causó la muerte de Jesús. Ese clamor, pronunciado “con grande
voz,
en el momento de la muerte, el raudal de sangre y agua que
fluyó de su costado, declaran que murió por quebrantamiento del
corazón. Su corazón fué quebrantado por la angustia mental. Fué
muerto por el pecado del mundo.
Con la muerte de Cristo, perecieron las esperanzas de sus discí-
pulos. Miraban sus párpados cerrados y su cabeza caída, su cabello
apelmazado con sangre, sus manos y pies horadados, y su angustia
era indescriptible. Hasta el final no habían creído que muriese; ape-
nas si podían creer que estaba realmente muerto. Abrumados por el
pesar, no recordaban sus palabras que habían predicho esa misma
escena. Nada de lo que él había dicho los consolaba ahora. Veían
solamente la cruz y su víctima ensangrentada. El futuro parecía
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sombrío y desesperado. Su fe en Jesús se había desvanecido; pero
nunca habían amado tanto a su Salvador como ahora. Nunca antes
habían sentido tanto su valor y la necesidad de su presencia.
Aun en la muerte, el cuerpo de Cristo era precioso para sus
discípulos. Anhelaban darle una sepultura honrosa, pero no sabían
cómo lograrlo. La traición contra el gobierno romano era el crimen
por el cual Jesús había sido condenado, y las personas ajusticiadas
por esta ofensa eran remitidas a un lugar de sepultura especialmente
provisto para tales criminales. El discípulo Juan y las mujeres de
Galilea habían permanecido al pie de la cruz. No podían abandonar el