En la tumba de José
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contradictorios. Las trompetas y los instrumentos de música y las
voces de los cantores resonaban tan fuerte y claramente como de
costumbre. Pero un sentimiento de extrañeza lo compenetraba todo.
Uno tras otro preguntaba acerca del extraño suceso que había acon-
tecido. Hasta entonces, el lugar santísimo había sido guardado en
forma sagrada de todo intruso. Pero ahora estaba abierto a todos los
ojos. El pesado velo de tapicería, hecho de lino puro y hermosamente
adornado de oro, escarlata y púrpura, estaba rasgado de arriba abajo.
El lugar donde Jehová se encontraba con el sumo sacerdote, para
comunicar su gloria, el lugar que había sido la cámara de audiencia
sagrada de Dios, estaba abierto a todo ojo; ya no era reconocido por
el Señor. Con lóbregos presentimientos, los sacerdotes ministraban
ante el altar. La exposición del misterio sagrado del lugar santísimo
les hacía temer que sobreviniera alguna calamidad.
Muchos espíritus repasaban activamente los pensamientos ini-
ciados por las escenas del Calvario. De la crucifixión hasta la resu-
rrección, muchos ojos insomnes escudriñaron constantemente las
profecías, algunos para aprender el pleno significado de la fiesta que
estaban celebrando, otros para hallar evidencia de que Jesús no era
lo que aseveraba ser; y otros, con corazón entristecido, buscando
pruebas de que era el verdadero Mesías. Aunque escudriñando con
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diferentes objetos en vista, todos fueron convencidos de la misma
verdad, a saber que la profecía había sido cumplida en los sucesos
de los últimos días y que el Crucificado era el Redentor del mundo.
Muchos de los que en esa ocasión participaron del ceremonial no
volvieron nunca a tomar parte en los ritos pascuales. Muchos, aun
entre los sacerdotes, se convencieron del verdadero carácter de Jesús.
Su escrutinio de las profecías no había sido inútil, y después de su
resurrección le reconocieron como el Hijo de Dios.
Cuando Nicodemo vió a Jesús alzado en la cruz, recordó las
palabras que le dijera de noche en el monte de las Olivas: “Como
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo
del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no
se pierda, sino que tenga vida eterna.
En aquel sábado, mientras
Cristo yacía en la tumba, Nicodemo tuvo oportunidad de reflexionar.
Una luz más clara iluminaba ahora su mente, y las palabras que
Jesús le había dicho no eran ya misteriosas. Comprendía que había
perdido mucho por no relacionarse con el Salvador durante su vida.