Página 716 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
Ahora recordaba los acontecimientos del Calvario. La oración de
Cristo por sus homicidas y su respuesta a la petición del ladrón
moribundo hablaban al corazón del sabio consejero. Volvía a ver al
Salvador en su agonía; volvía a oír ese último clamor: “Consumado
es,” emitido como palabras de un vencedor. Volvía a contemplar la
tierra que se sacudía, los cielos obscurecidos, el velo desgarrado,
las rocas desmenuzadas, y su fe quedó establecida para siempre. El
mismo acontecimiento que destruyó las esperanzas de los discípulos
convenció a José y a Nicodemo de la divinidad de Jesús. Sus temores
fueron vencidos por el valor de una fe firme e inquebrantable.
Nunca había atraído Cristo la atención de la multitud como aho-
ra que estaba en la tumba. Según su costumbre, la gente traía sus
enfermos y dolientes a los atrios del templo preguntando: ¿Quién
nos puede decir dónde está Jesús de Nazaret? Muchos habían venido
de lejos para hallar a Aquel que había sanado a los enfermos y resu-
citado a los muertos. Por todos lados, se oía el clamor: Queremos
a Cristo el Sanador. En esta ocasión, los sacerdotes examinaron a
aquellos que se creía daban indicio de lepra. Muchos tuvieron que
oírlos declarar leprosos a sus esposos, esposas, o hijos, y conde-
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narlos a apartarse del refugio de sus hogares y del cuidado de sus
deudos, para advertir a los extraños con el lúgubre clamor: “¡Inmun-
do, inmundo!” Las manos amistosas de Jesús de Nazaret, que nunca
negaron el toque sanador al asqueroso leproso, estaban cruzadas
sobre su pecho. Los labios que habían contestado sus peticiones con
las consoladoras palabras: “Quiero; sé limpio,
estaban callados.
Muchos apelaban a los sumos sacerdotes y príncipes en busca de
simpatía y alivio, pero en vano. Aparentemente estaban resueltos a
tener de nuevo en su medio al Cristo vivo. Con perseverante fervor
preguntaban por él. No querían que se les despachase. Pero fueron
ahuyentados de los atrios del templo, y se colocaron soldados a
las puertas para impedir la entrada a la multitud que venía con sus
enfermos y moribundos demandando entrada.
Los que sufrían y habían venido para ser sanados por el Salva-
dor quedaron abatidos por el chasco. Las calles estaban llenas de
lamentos. Los enfermos morían por falta del toque sanador de Jesús.
Se consultaba en vano a los médicos; no había habilidad como la de
Aquel que yacía en la tumba de José.