“¿Por qué lloras?”
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yacido Jesús. “Mujer, ¿por qué lloras?” le preguntaron. “Porque
se han llevado a mi Señor—contestó ella,—y no sé dónde le han
puesto.”
Entonces ella se apartó, hasta de los ángeles, pensando que debía
encontrar a alguien que le dijese lo que habían hecho con el cuerpo
de Jesús. Otra voz se dirigió a ella: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿a
quién buscas?” A través de sus lágrimas, María vió la forma de un
hombre, y pensando que fuese el hortelano dijo: “Señor, si tú lo has
llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.” Si creían que
esta tumba de un rico era demasiado honrosa para servir de sepultura
para Jesús, ella misma proveería un lugar para él. Había una tumba
que la misma voz de Cristo había vaciado, la tumba donde Lázaro
había estado. ¿No podría encontrar allí un lugar de sepultura para
su Señor? Le parecía que cuidar de su precioso cuerpo crucificado
sería un gran consuelo para ella en su pesar.
Pero ahora, con su propia voz familiar, Jesús le dijo: “¡María!”
Entonces supo que no era un extraño el que se dirigía a ella y, vol-
viéndose, vió delante de sí al Cristo vivo. En su gozo, se olvidó que
había sido crucificado. Precipitándose hacia él, como para abrazar
sus pies, dijo: “¡Rabboni!” Pero Cristo alzó la mano diciendo: No
me detengas; “porque aun no he subido a mi Padre: mas ve a mis
hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios
y a vuestro Dios.” Y María se fué a los discípulos con el gozoso
mensaje.
Jesús se negó a recibir el homenaje de los suyos hasta tener la
seguridad de que su sacrificio era aceptado por el Padre. Ascendió a
los atrios celestiales, y de Dios mismo oyó la seguridad de que su
expiación por los pecados de los hombres había sido amplia, de que
por su sangre todos podían obtener vida eterna. El Padre ratificó el
pacto hecho con Cristo, de que recibiría a los hombres arrepentidos
y obedientes y los amaría como a su Hijo. Cristo había de completar
su obra y cumplir su promesa de hacer “más precioso que el oro
fino al varón, y más que el oro de Ophir al hombre.
En cielo y
tierra toda potestad era dada al Príncipe de la vida, y él volvía a sus
seguidores en un mundo de pecado para darles su poder y gloria.
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Mientras el Salvador estaba en la presencia de Dios recibiendo
dones para su iglesia, los discípulos pensaban en su tumba vacía, se
lamentaban y lloraban. Aquel día de regocijo para todo el cielo era