Página 734 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El Deseado de Todas las Gentes
hablaron del desencanto que habían sufrido respecto de su Maestro,
“el cual fué varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de
Dios y de todo el pueblo;” pero “los príncipes de los sacerdotes y
nuestros príncipes,” dijeron, le entregaron “a condenación de muerte,
y le crucificaron.” Con corazón apesadumbrado y labios temblorosos,
añadieron: “Mas nosotros esperábamos que él era el que había de
redimir a Israel: y ahora sobre todo esto, hoy es el tercer día que esto
ha acontecido.”
Era extraño que los discípulos no recordasen las palabras de
Cristo, ni comprendiesen que él había predicho los acontecimientos
que iban a suceder. No comprendían que tan exactamente como la
primera parte de su revelación, se iba a cumplir la última, de que al
tercer día resucitaría. Esta era la parte que debieran haber recordado.
Los sacerdotes y príncipes no la habían olvidado. El día “después
de la preparación, se juntaron los príncipes de los sacerdotes y
los Fariseos a Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos que aquel
engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.
Pero los discípulos no recordaban estas palabras.
“Entonces él les dijo: ¡Oh insensatos, y tardos de corazón para
creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el
Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” Los dis-
cípulos se preguntaban quién podía ser este extraño, que penetraba
así hasta su misma alma, hablaba con tanto fervor, ternura y sim-
patía y alentaba tanta esperanza. Por primera vez desde la entrega
de Cristo, empezaron a sentirse esperanzados. Con frecuencia mi-
raban fervientemente a su compañero, y pensaban que sus palabras
eran exactamente las que Cristo habría hablado. Estaban llenos de
asombro y su corazón palpitaba de gozosa expectativa.
Empezando con Moisés,
alfa
de la historia bíblica, Cristo expuso
en todas las Escrituras las cosas concernientes a él. Si se hubiese da-
do a conocer primero, el corazón de ellos habría quedado satisfecho.
En la plenitud de su gozo, no habrían deseado más. Pero era necesa-
rio que comprendiesen el testimonio que le daban los símbolos y las
profecías del Antiguo Testamento. Su fe debía establecerse sobre
éstas. Cristo no realizó ningún milagro para convencerlos, sino que
su primera obra consistió en explicar las Escrituras. Ellos habían
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considerado su muerte como la destrucción de todas sus esperan-