Página 736 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

Basic HTML Version

732
El Deseado de Todas las Gentes
brotaban palabras de vida y seguridad. Pero los ojos de ellos estaban
velados. Mientras él les hablaba de la destrucción de Jerusalén, mi-
raron con llanto la ciudad condenada. Pero poco sospechaban quién
era su compañero de viaje. No pensaban que el objeto de su conver-
sación estaba andando a su lado; porque Cristo se refería a sí mismo
como si fuese otra persona. Pensaban que era alguno de aquellos que
habían asistido a la gran fiesta y volvía ahora a su casa. Andaba tan
cuidadosamente como ellos sobre las toscas piedras, deteniéndose
de vez en cuando para descansar un poco. Así prosiguieron por el
camino montañoso, mientras andaba a su lado Aquel que habría de
asumir pronto su puesto a la diestra de Dios y podía decir: “Toda
potestad me es dada en el cielo y en la tierra.
Durante el viaje, el sol se había puesto, y antes que los viajeros
llegasen a su lugar de descanso los labradores de los campos habían
dejado su trabajo. Cuando los discípulos estaban por entrar en casa,
el extraño pareció querer continuar su viaje. Pero los discípulos se
sentían atraídos a él. En su alma tenían hambre de oír más de él.
“Quédate con nosotros,” dijeron. Como no parecía aceptar la invita-
ción, insistieron diciendo: “Se hace tarde, y el día ya ha declinado.”
Cristo accedió a este ruego y “entró pues a estarse con ellos.”
Si los discípulos no hubiesen insistido en su invitación, no ha-
brían sabido que su compañero de viaje era el Señor resucitado.
Cristo no impone nunca su compañía a nadie. Se interesa en aque-
llos que le necesitan. Gustosamente entrará en el hogar más humilde
y alegrará el corazón más sencillo. Pero si los hombres son dema-
siado indiferentes para pensar en el Huésped celestial o pedirle que
more con ellos, pasa de largo. Así muchos sufren grave pérdida. No
conocen a Cristo más de lo que le conocieron los discípulos mientras
andaban con él en el camino.
Pronto estuvo preparada la sencilla cena de pan. Fué colocada
delante del huésped, que había tomado su asiento a la cabecera de
la mesa. Entonces alzó las manos para bendecir el alimento. Los
[742]
discípulos retrocedieron asombrados. Su compañero extendía las
manos exactamente como solía hacerlo su Maestro. Vuelven a mirar,
y he aquí que ven en sus manos los rastros de los clavos. Ambos
exclaman a la vez: ¡Es el Señor Jesús! ¡Ha resucitado de los muertos!
Se levantan para echarse a sus pies y adorarle, pero ha desapare-
cido de su vista. Miran el lugar que ocupara Aquel cuyo cuerpo había