738
El Deseado de Todas las Gentes
Cuando Cristo se encontró por primera vez con los discípulos en
el aposento alto, Tomás no estaba con ellos. Oyó el informe de los
demás y recibió abundantes pruebas de que Jesús había resucitado;
pero la lobreguez y la incredulidad llenaban su alma. El oír a los
discípulos hablar de las maravillosas manifestaciones del Salvador
resucitado no hizo sino sumirlo en más profunda desesperación. Si
Jesús hubiese resucitado realmente de los muertos no podía haber
entonces otra esperanza de un reino terrenal. Y hería su vanidad el
pensar que su Maestro se revelase a todos los discípulos excepto a
él. Estaba resuelto a no creer, y por una semana entera reflexionó en
su condición, que le parecía tanto más obscura en contraste con la
esperanza y la fe de sus hermanos.
Durante ese tiempo, declaró repetidas veces: “Si no viere en
sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de
los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.” No quería
ver por los ojos de sus hermanos, ni ejercer fe por su testimonio.
Amaba ardientemente a su Señor, pero permitía que los celos y la
incredulidad dominasen su mente y corazón.
Unos cuantos de los discípulos hicieron entonces del familiar
aposento alto su morada temporal, y a la noche se reunían todos
excepto Tomás. Una noche, Tomás resolvió reunirse con los demás.
A pesar de su incredulidad, tenía una débil esperanza de que fuese
verdad la buena nueva. Mientras los discípulos estaban cenando,
hablaban de las evidencias que Cristo les había dado en las profecías.
Entonces “vino Jesús, las puertas cerradas, y púsose en medio, y
dijo: Paz a vosotros.”
Volviéndose hacia Tomás dijo: “Mete tu dedo aquí, y ve mis
manos: y alarga acá tu mano, y métela en mi costado: y no seas
incrédulo, sino fiel.” Estas palabras demostraban que él conocía los
pensamientos y las palabras de Tomás. El discípulo acosado por la
duda sabía que ninguno de sus compañeros había visto a Jesús desde
hacía una semana. No podían haber hablado de su incredulidad al
[748]
Maestro. Reconoció como su Señor al que tenía delante de sí. No
deseaba otra prueba. Su corazón palpitó de gozo, y se echó a los
pies de Jesús clamando: “¡Señor mío, y Dios mío!”
Jesús aceptó este reconocimiento, pero reprendió suavemente su
incredulidad: “Porque me has visto, Tomás, creíste: bienaventurados
los que no vieron y creyeron.” La fe de Tomás habría sido más grata