Id, doctrinad a todas las naciones
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Había en Jerusalén muchos que creían secretamente en Jesús, y
muchos que habían sido engañados por los sacerdotes y príncipes. A
éstos también debía presentarse el Evangelio. Debían ser llamados al
arrepentimiento. La maravillosa verdad de que sólo por Cristo podía
obtenerse la remisión de los pecados debía presentarse claramente.
Mientras todos los que estaban en Jerusalén estaban conmovidos
por los sucesos emocionantes de las semanas recién transcurridas, la
predicación del Evangelio iba a producir la más profunda impresión.
Pero la obra no debía detenerse allí. Había de extenderse hasta
los más remotos confines de la tierra. Cristo dijo a sus discípulos:
Habéis sido testigos de mi vida de abnegación en favor del mundo.
Habéis presenciado mis labores para Israel. Aunque no han querido
venir a mí para obtener la vida, aunque los sacerdotes y príncipes
han hecho de mí lo que quisieron, aunque me rechazaron según lo
predecían las Escrituras, deben tener todavía una oportunidad de
aceptar al Hijo de Dios. Habéis visto todo lo que me ha sucedido,
habéis visto que a todos los que vienen a mí confesando sus pecados
yo los recibo libremente. De ninguna manera echaré al que venga
a mí. Todos los que quieran pueden ser reconciliados con Dios y
recibir la vida eterna. A vosotros, mis discípulos, confío este mensaje
de misericordia. Debe proclamarse primero a Israel y luego a todas
las naciones, lenguas y pueblos. Debe ser proclamado a judíos y
gentiles. Todos los que crean han de ser reunidos en una iglesia.
Mediante el don del Espíritu Santo, los discípulos habían de
recibir un poder maravilloso. Su testimonio iba a ser confirmado por
señales y prodigios. No sólo los apóstoles iban a hacer milagros,
sino también los que recibiesen su mensaje. Cristo dijo: “En mi
nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; quitarán
serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les dañará; sobre los
enfermos pondrán sus manos y sanarán.
En ese tiempo el envenenamiento era corriente. Los hombres fal-
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tos de escrúpulos no vacilaban en suprimir por este medio a los que
estorbaban sus ambiciones. Jesús sabía que la vida de sus discípulos
estaría así en peligro. Muchos pensarían prestar servicio a Dios
dando muerte a sus testigos. Por lo tanto, les prometió protegerlos
de este peligro.
Los discípulos iban a tener el mismo poder que Jesús había
tenido para sanar “toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.”