“A mi padre y a vuestro padre”
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aparejare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo: para que
donde yo estoy, vosotros también estéis.
Bien podían los discípulos
regocijarse en la esperanza del regreso de su Señor.
Cuando los discípulos volvieron a Jerusalén, la gente los miraba
con asombro. Después del enjuiciamiento y la crucifixión de Cristo,
se había pensado que se mostrarían abatidos y avergonzados. Sus
enemigos esperaban ver en su rostro una expresión de pesar y de-
rrota. En vez de eso, había solamente alegría y triunfo. Sus rostros
brillaban con una felicidad que no era terrenal. No lloraban por sus
esperanzas frustradas; sino que estaban llenos de alabanza y agrade-
cimiento a Dios. Con regocijo, contaban la maravillosa historia de
la resurrección de Cristo y su ascensión al cielo, y muchos recibían
su testimonio.
Los discípulos ya no desconfiaban de lo futuro. Sabían que Jesús
estaba en el cielo, y que sus simpatías seguían acompañándolos.
Sabían que tenían un amigo cerca del trono de Dios, y anhelaban
presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne
reverencia, se postraban en oración, repitiendo la garantía: “Todo
cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada
habéis pedido en mi nombre: pedid, y recibiréis, para que vuestro
gozo sea cumplido.
Extendían siempre más alto la mano de la fe,
con el poderoso argumento: “Cristo es el que murió; más aún, el
que también resucitó, quien además está a la diestra de Dios, el que
también intercede por nosotros.
Y el día de Pentecostés les trajo la
plenitud del gozo con la presencia del Consolador, así como Cristo
lo había prometido.
Todo el cielo estaba esperando para dar la bienvenida al Salvador
a los atrios celestiales. Mientras ascendía, iba adelante, y la multitud
de cautivos libertados en ocasión de su resurrección le seguía. La
hueste celestial, con aclamaciones de alabanza y canto celestial,
acompañaba al gozoso séquito.
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Al acercarse a la ciudad de Dios, la escolta de ángeles demanda:
“Alzad, oh puertas, vuestras cabezas,
Y alzaos vosotras, puertas eternas,
Y entrará el Rey de gloria.”
Gozosamente, los centinelas de guardia responden: