La voz que clamaba en el desierto
73
“Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu: y estuvo en los
desiertos hasta el día que se mostró a Israel.” Antes que naciera Juan,
el ángel había dicho: “Será grande delante de Dios, y no beberá vino
ni sidra; y será lleno del Espíritu Santo.” Dios había llamado al hijo
de Zacarías a una gran obra, la mayor que hubiera sido confiada
alguna vez a los hombres. A fin de ejecutar esta obra, el Señor debía
obrar con él. Y el Espíritu de Dios estaría con él si prestaba atención
a las instrucciones del ángel.
Juan había de salir como mensajero de Jehová, para comunicar
a los hombres la luz de Dios. Debía dar una nueva dirección a sus
pensamientos. Debía hacerles sentir la santidad de los requerimientos
de Dios, y su necesidad de la perfecta justicia divina. Un mensajero
tal debía ser santo. Debía ser templo del Espíritu de Dios. A fin
de cumplir su misión, debía tener una constitución física sana, y
fuerza mental y espiritual. Por lo tanto, le sería necesario dominar
sus apetitos y pasiones. Debía poder dominar todas sus facultades,
para poder permanecer entre los hombres tan inconmovible frente
a las circunstancias que le rodeasen como las rocas y montañas del
desierto.
En el tiempo de Juan el Bautista, la codicia de las riquezas,
y el amor al lujo y a la ostentación, se habían difundido extensa-
mente. Los placeres sensuales, banquetes y borracheras estaban
ocasionando enfermedades físicas y degeneración, embotando las
percepciones espirituales y disminuyendo la sensibilidad al pecado.
Juan debía destacarse como reformador. Por su vida abstemia y su
ropaje sencillo, debía reprobar los excesos de su tiempo. Tal fué el
motivo de las indicaciones dadas a los padres de Juan, una lección
de temperancia dada por un ángel del trono celestial.
En la niñez y la juventud es cuando el carácter es más impresio-
nable. Entonces es cuando debe adquirirse la facultad del dominio
propio. En el hogar y la familia, se ejercen influencias cuyos resul-
tados son tan duraderos como la eternidad. Más que cualquier dote
natural, los hábitos formados en los primeros años deciden si un
hombre vencerá o será vencido en la batalla de la vida. La juventud
es el tiempo de la siembra. Determina el carácter de la cosecha, para
esta vida y la venidera.
[76]
Como profeta, Juan había de “convertir los corazones de los
padres a los hijos, y los rebeldes a la prudencia de los justos, para