Página 87 - El Deseado de Todas las Gentes (1955)

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El bautismo
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Cuando Jesús vino para ser bautizado, Juan reconoció en él una
pureza de carácter que nunca había percibido en nadie. La misma
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atmósfera de su presencia era santa e inspiraba reverencia. Entre las
multitudes que le habían rodeado en el Jordán, Juan había oído som-
bríos relatos de crímenes, y conocido almas agobiadas por miríadas
de pecados; nunca había estado en contacto con un ser humano que
irradiase una influencia tan divina. Todo esto concordaba con lo que
le había sido revelado acerca del Mesías. Sin embargo, vacilaba en
hacer lo que le pedía Jesús. ¿Cómo podía él, pecador, bautizar al que
era sin pecado? ¿Y por qué había de someterse el que no necesitaba
arrepentimiento a un rito que era una confesión de culpabilidad que
debía ser lavada?
Cuando Jesús pidió el bautismo, Juan quiso negárselo, excla-
mando: “Yo he menester ser bautizado de ti, ¿y tú vienes a mí?” Con
firme aunque suave autoridad, Jesús contestó: “Deja ahora; porque
así nos conviene cumplir toda justicia.” Y Juan, cediendo, condujo
al Salvador al agua del Jordán y le sepultó en ella. “Y Jesús, después
que fué bautizado, subió luego del agua; y he aquí los cielos le fue-
ron abiertos, y vió al Espíritu de Dios que descendía como paloma,
y venía sobre él.”
Jesús no recibió el bautismo como confesión de culpabilidad
propia. Se identificó con los pecadores, dando los pasos que debemos
dar, y haciendo la obra que debemos hacer. Su vida de sufrimiento y
paciente tolerancia después de su bautismo, fué también un ejemplo
para nosotros.
Después de salir del agua, Jesús se arrodilló en oración a orillas
del río. Se estaba abriendo ante él una era nueva e importante. De
una manera más amplia, estaba entrando en el conflicto de su vida.
Aunque era el Príncipe de Paz, su venida iba a ser como el acto de
desenvainar una espada. El reino que había venido a establecer, era
lo opuesto de lo que los judíos deseaban. El que era el fundamento
del ritual y de la economía de Israel iba a ser considerado como su
enemigo y destructor. El que había proclamado la ley en el Sinaí
iba a ser condenado como transgresor. El que había venido para
quebrantar el poder de Satanás sería denunciado como Belcebú.
Nadie en la tierra le había comprendido, y durante su ministerio
debía continuar andando solo. Durante toda su vida, su madre y sus
hermanos no comprendieron su misión. Ni aun sus discípulos le