Página 137 - La Educaci

Basic HTML Version

La educación en el hogar
133
La obra de la madre comienza con el nene que lleva en brazos.
He visto a menudo al pequeñuelo arrojarse al suelo y gritar, si se
le contrariaba en alguna cosa. Este es el momento de increpar al
mal espíritu. El enemigo procurará gobernar la mente de nuestros
niños, pero ¿hemos de permitirle nosotros que los plasme según
su voluntad? Estos pequeñuelos no pueden discernir qué espíritu
los domina, y es deber de los padres obrar con ellos con juicio y
discreción. Deben vigilarse cuidadosamente sus costumbres. Se
ha de poner freno a las malas tendencias y estimularse la mente a
inclinarse en favor de lo recto. Se debiera animar al niño en cada
esfuerzo que hace por mantener el gobierno de sí mismo.
Método en todos los hábitos del niño, debiera ser la regla. Las
madres cometen un grave error al permitirles comer entre comidas.
Por esta práctica, el estómago se trastorna y pone el fundamento de
sufrimientos futuros. Su mal humor puede haber sido causado por
alimento malsano, no digerido aún; sin embargo, la madre consi-
dera que no puede perder tiempo en pensar en esto y enmendar su
pernicioso proceder. Ni tampoco puede contenerse para aquietar su
impaciente congoja. Da a los pequeños pacientes un pedazo de torta
o alguna otra golosina para calmarlos, pero esto tan sólo agrava el
mal. Algunas madres, por el afán de hacer gran cantidad de trabajo,
hacen su tarea con tan excitado apresuramiento que son más irri-
tables que sus hijos, y tratan de aterrorizarlos para hacerlos callar,
regañándolos o castigándolos.
Las madres se quejan a menudo de la delicada salud de sus hijos
y consultan al médico, cuando hubieran podido ver, haciendo uso de
un poco de sentido común, que el trastorno proviene de errores de
régimen.
Vivimos en un siglo de glotonería y las costumbres que se ense-
ñan a los jóvenes, aun de parte de muchos adventistas del séptimo
día, son diametralmente opuestas a las leyes de la naturaleza. Me
senté una vez a la mesa con varios niños menores de doce años
de edad. Se sirvió carne en abundancia. Luego una niña delgada y
[142]
nerviosa pidió encurtidos. Se le alargó un frasco que contenía una
mezcla ardiente de encurtidos con mostaza y otras especias picantes,
de la cual se sirvió abundantemente. La nerviosidad y la índole irri-
table de esa niña eran bien conocidas, y estos condimentos picantes
eran muy a propósito para producir semejante condición. El niño