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La Educación Cristiana
sobre el cuerpo. Se ocupan en innecesarias fruslerías y luego alegan
que no tienen tiempo para obtener la información que necesitan
para cuidar debidamente de la salud de sus hijos. Es menos molesto
confiarlos a los médicos. Miles de niños mueren a causa de la
ignorancia respecto a las leyes de su ser.
Si de por sí los padres quisieran adquirir un conocimiento en
cuanto a este asunto y sintieran la importancia de aplicarlo a un uso
práctico, veríamos un mejor estado de cosas. Enseñad a vuestros
hijos a razonar, partiendo de causa a efecto. Mostradles que si violan
las leyes de su ser, han de cumplir la pena de esa violación por medio
del sufrimiento. Si no podéis ver tan rápido adelanto como quisie-
rais, no os desaniméis, sino instruidlos pacientemente y avanzad
hasta obtener la victoria. Continuad enseñándoles lo referente a sus
propios cuerpos, y cómo cuidar de ellos. La imprudencia en la salud
corporal propende a la imprudencia en las costumbres.
No os descuidéis en enseñar a vuestros hijos cómo preparar
alimento saludable. Al darles tales lecciones sobre fisiología y el
arte de cocinar bien, les estáis dando los rudimentos de algunos de
los ramos más útiles de la educación e inculcándoles principios que
son elementos necesarios de una educación religiosa.
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Todas las lecciones de que he hablado en este capítulo son nece-
sarias. Si se les presta la debida atención, serán como un baluarte
que ha de proteger a nuestros niños de los males que están inundan-
do al mundo. Tenemos necesidad de templanza en nuestras mesas.
Tenemos necesidad de casas donde la luz del sol que Dios da y el
aire puro del cielo, sean bien recibidos. Tenemos necesidad de una
influencia alegre y feliz en nuestros hogares. Deberíamos fomentar
costumbres provechosas en nuestros hijos e instruirlos en las cosas
de Dios. Cuesta algo hacer todo esto. Cuesta oraciones y lágrimas
e instrucción paciente y repetida con frecuencia. Nos hallamos a
veces en el caso de no saber qué hacer; pero podemos llevar los
niños a Dios en nuestras oraciones, pidiendo que sean guardados del
mal, orando así: “Ahora, Señor, haz tu obra; ablanda y subyuga el
corazón de nuestros hijos”; y él nos oirá. El escucha las oraciones de
las madres llorosas y afanadas. Cuando Cristo estaba en la tierra, las
agobiadas madres le llevaban sus hijos. Pensaban que si ponía las
manos sobre sus hijos, se sentirían con mejor ánimo para criarlos en
el camino en que tendrían que andar. El Salvador sabía por qué esas