La educación apropiada
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a otros y nos hagamos tesoro en los cielos. No tenemos tiempo de
sobra para el desempeño de las necesarias obligaciones. Debiéramos
dedicar tiempo a la cultura de nuestro propio corazón e inteligencia
a fin de ser idóneos para la obra que nos toca en la vida. Descuidan-
do estos deberes esenciales y conformándonos a los hábitos y las
costumbres de la sociedad mundana y dada a la moda, nos hacemos
a nosotros mismos y a nuestros hijos un gran mal.
Las madres que tienen que disciplinar mentes juveniles y formar
el carácter de sus hijos, no debieran buscar la excitación del mundo
con el fin de estar alegres y ser felices. Tienen una tarea importante
en la vida, y tanto ellas como los suyos deben disponer de su tiempo
en forma provechosa. El tiempo es uno de los valiosos talentos que
Dios nos ha confiado y del cual nos pedirá cuenta. Derrochar el
tiempo es malograr la inteligencia. Las facultades de la mente son
susceptibles de gran desarrollo. Es deber de las madres cultivar sus
propias inteligencias y conservar puros sus corazones. Debieran
aprovechar de todos los medios a su alcance para su mejoramiento
intelectual y moral, a fin de estar preparadas para cultivar la mente
de sus hijos. Aquellas que satisfacen su inclinación a estar siempre
en compañía de alguien, se sentirán pronto incómodas a menos
que hagan visitas o las reciban. Las tales no tienen la facultad de
adaptarse a las circunstancias. Los deberes sagrados y necesarios
del hogar les parecen vulgares y faltos de interés. No les agrada
el examen o la disciplina propias. La mente anhela las escenas
cambiantes y excitantes de la vida mundanal; se descuida a los
hijos por complacer las inclinaciones, y el ángel registrador escribe
“siervos inútiles”. Dios se propone que nuestras mentes no carezcan
de propósito, sino que hagan el bien en esta vida.
Si los padres sintieran que es solemne el deber que Dios les ha
impuesto mandándoles educar a sus hijos para ser útiles en esta vida;
si adornaran el templo interior del alma de sus hijos e hijas para la
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vida inmortal, veríamos un gran cambio en la sociedad en el sentido
del bien. No se manifestaría entonces tan grande indiferencia por la
piedad práctica, y no sería tan difícil despertar la sensibilidad moral
de los niños para que comprendan los derechos que Dios tiene sobre
ellos. Pero los padres se vuelven más y más descuidados en educar
a sus hijos en lo que es útil. Muchos permiten que sus hijos formen
hábitos incorrectos y sigan sus propias inclinaciones, y dejan de