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La fuente de la verdadera educación y su propósito
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nuestra mente a la revelación que él hace de sí mismo. Adán y Eva
recibieron conocimiento comunicándose directamente con Dios,
y aprendieron de él por medio de sus obras. Toda la creación, en
su perfección original, era una expresión del pensamiento de Dios.
Para Adán y Eva, la naturaleza rebosaba de sabiduría divina. Pero
por la transgresión, la humanidad fue privada del conocimiento de
Dios mediante una comunión directa, y en extenso grado del que
obtenía por medio de sus obras. La tierra, arruinada y contaminada
por el pecado, refleja oscuramente la gloria del Creador. Es cierto
que sus lecciones objetivas no han desaparecido. En cada página del
gran volumen de sus obras creadas se puede notar la escritura de su
mano. La naturaleza todavía habla de su Creador. Sin embargo, estas
revelaciones son parciales e imperfectas. Y en nuestro estado caído,
con las facultades debilitadas y la visión limitada, somos incapaces
de interpretarlas correctamente. Necesitamos la revelación más plena
que Dios nos ha dado de sí en su Palabra escrita.
Las Sagradas Escrituras son la norma perfecta de la verdad y,
como tales, se les debería dar el primer lugar en la educación. Para
obtener una educación digna de tal nombre, debemos recibir un
conocimiento de Dios, el Creador, y de Cristo, el Redentor, según
están revelados en la Sagrada Palabra.
Todo ser humano, creado a la imagen de Dios, está dotado de una
facultad semejante a la del Creador: la individualidad, la facultad de
pensar y hacer. Los hombres en quienes se desarrolla esta facultad
son los que llevan responsabilidades, los que dirigen empresas, los
que influyen sobre el carácter. La obra de la verdadera educación
consiste en desarrollar esta facultad, en educar a los jóvenes para que
sean pensadores, y no meros reflectores de los pensamientos de otros
hombres. En vez de restringir su estudio a lo que los hombres han
dicho o escrito, los estudiantes tienen que ser dirigidos a las fuentes
de la verdad, a los vastos campos abiertos a la investigación en la
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naturaleza y en la revelación. Contemplen las grandes realidades
del deber y del destino y la mente se expandirá y se robustecerá. En
vez de jóvenes educados, pero débiles, las instituciones del saber
deben producir jóvenes fuertes para pensar y obrar, jóvenes que
sean amos y no esclavos de las circunstancias, jóvenes que posean
amplitud de mente, claridad de pensamiento y valor para defender
sus convicciones.