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La obra de la vida
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decisiva de la historia de Israel: “¿Y quién sabe si para esta hora has
llegado al reino?
Los que piensan en el resultado de apresurar o impedir la procla-
mación del evangelio, lo hacen con relación a sí mismos y al mundo;
pocos lo hacen con relación a Dios. Pocos piensan en el sufrimiento
que el pecado causó a nuestro Creador. Todo el cielo sufrió con la
agonía de Cristo; pero ese sufrimiento no empezó ni terminó cuando
se manifestó en el seno de la humanidad. La cruz es, para nuestros
sentidos entorpecidos, una revelación del dolor que, desde su co-
mienzo, produjo el pecado en el corazón de Dios. Le causan pena
toda desviación de la justicia, todo acto de crueldad, todo fracaso
de la humanidad en cuanto a alcanzar su ideal. Se dice que cuando
sobrevinieron a Israel las calamidades que eran el seguro resultado
de la separación de Dios: sojuzgamiento a sus enemigos, crueldad y
muerte, Dios “fue angustiado a causa de la aflicción de Israel”. “En
toda angustia de ellos él fue angustiado. [...] Y los levantó todos los
días de la antigüedad
Su “Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inde-
cibles”. Cuando “la creación gime a una
el corazón del Padre
infinito gime porque se identifica con nosotros. Nuestro mundo es
un vasto lazareto, un escenario de miseria al cual no nos atrevemos
a dedicar siquiera nuestros pensamientos. Si nos diéramos cuenta
exacta de lo que es, el peso sería demasiado aplastante. Sin embargo,
Dios lo siente todo. Para destruir el pecado y sus consecuencias, dio
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a su Hijo amado y nos permite que, mediante la cooperación con
él, terminemos con esta escena de miseria. “Y será predicado este
evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las
naciones; y entonces vendrá el fin
“Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura
es la orden de Cristo a sus seguidores. No quiere decir esto que todos
sean llamados a ser pastores o misioneros en el sentido común de
la palabra; pero todos pueden ser colaboradores con él para dar las
“buenas nuevas” a sus semejantes. Se da la orden a todos: grandes o
chicos, instruidos o ignorantes, ancianos o jóvenes.
En vista de esta orden, ¿podemos educar a nuestros hijos pa-
ra una vida de convencionalismo respetable, una vida de aparente
cristianismo pero que carezca de la abnegación del Maestro, una