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La Educación
En las escuelas teológicas de Judea, la Palabra de Dios había
sido sustituida por las especulaciones humanas; las tradiciones e
interpretaciones de los rabinos la despojaban de su poder. El en-
grandecimiento propio, el amor al dominio, la exclusividad celosa,
el fanatismo y el orgullo despectivo, eran los principios y motivos
predominantes de esos maestros.
Los rabinos se enorgullecían de su superioridad, no solamente
sobre los habitantes de otras naciones, sino sobre las multitudes de
la suya propia. Dominados por el odio hacia sus opresores romanos,
abrigaban la esperanza de recobrar por la fuerza de las armas su
supremacía nacional. Odiaban y daban muerte a los seguidores
de Jesús, cuyo mensaje de paz era tan opuesto a sus proyectos
ambiciosos. Y en esta persecución Pablo era uno de los más crueles
e implacables actores.
En las escuelas militares de Egipto, Moisés había aprendido la
ley de la fuerza, y esta enseñanza influyó tanto en su carácter, que
fueron necesarios cuarenta años de quietud y comunión con Dios y
la naturaleza, a fin de prepararlo para dirigir a Israel según la ley del
amor. Pablo tuvo que aprender la misma lección.
A las puertas de Damasco, la visión del Crucificado cambió
todo el curso de su vida. El perseguidor se convirtió en discípulo, el
maestro en alumno. Los días de oscuridad pasados en la soledad, en
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Damasco, fueron como años para su vida. Su estudio lo constituían
las Escrituras del Antiguo Testamento, atesoradas en su memoria, y
Cristo era su Maestro. También fue para él una escuela la soledad de
la naturaleza. Fue al desierto de Arabia para estudiar las Escrituras y
aprender de Dios. Limpió su alma de los prejuicios y las tradiciones
que habían amoldado su vida y recibió instrucción de la Fuente de
verdad.
Su vida posterior se inspiró en el principio de la abnegación,
el ministerio del amor. “A griegos y a no griegos, a sabios y a no
sabios—dijo—soy deudor
“El amor de Cristo nos constriñe
Pablo, el más grande maestro humano, aceptaba tanto los deberes
más humildes como los más elevados. Reconocía la necesidad del
trabajo, tanto para las manos como para la mente, y desempeñaba
un oficio para mantenerse. Se dedicaba a la fabricación de tiendas
mientras predicaba diariamente el evangelio en los grandes centros
civilizados. “Antes vosotros sabéis que para lo que me ha sido