El maestro enviado por Dios
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sustituido a la revelación divina. En vez de la norma de verdad dada
por el cielo, los hombres habían aceptado una norma de su propia
invención. Se habían apartado de la Luz de la vida, para andar a la
luz del fuego que ellos mismos habían encendido.
Después de separarse de Dios, y siendo su única confianza el po-
der humano, su fuerza se había convertido en debilidad. Ni siquiera
eran capaces de alcanzar la norma establecida por ellos mismos. La
falta de verdadera excelencia era suplida por la apariencia y la mera
profesión de fe. La apariencia reemplazaba a la realidad.
De vez en cuando se levantaban maestros que dirigían la atención
de los hombres a la Fuente de la verdad. Se enunciaban principios
rectos y había vidas humanas que daban testimonio de su poder.
Pero estos esfuerzos no hacían impresión duradera. Se producía una
breve represión de la corriente del mal, pero no se detenía su curso
descendente. Los reformadores eran como luces que brillaban en
la oscuridad, pero no la podían disipar. El mundo amaba “más las
tinieblas que la luz
Cuando Cristo vino a la tierra, la humanidad parecía muy próxi-
ma a llegar a su más bajo nivel. El mismo cimiento de la sociedad
estaba minado. La vida había llegado a ser falsa y artificial. Los
judíos, destituidos del poder de la Palabra de Dios, daban al mundo
tradiciones y especulaciones que adormecían la mente y el alma. El
culto de Dios “en espíritu y en verdad” había sido suplantado por la
glorificación del hombre en una ronda interminable de ceremonias
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creadas por este. En el mundo, todos los sistemas religiosos perdían
su influencia sobre la mente y el alma. Hartos de fábulas y mentiras,
y deseosos de ahogar su pensamiento, los hombres se volvieron
hacia la incredulidad y el materialismo. Al excluir de sus cálculos la
eternidad, vivían para el presente.
A medida que dejaban de reconocer al Ser divino, dejaban de
tener consideración por el ser humano. La verdad, el honor, la in-
tegridad, la confianza, la compasión, iban abandonando la tierra.
La avaricia implacable y la ambición absorbente creaban una des-
confianza universal. La idea del deber, de las obligaciones de la
fuerza hacia la debilidad, de la dignidad y los derechos humanos, era
desechada como sueño o fábula. Al pueblo común se lo consideraba
como bestias de carga, como instrumentos o escalones para lograr lo
que se ambicionaba. Se buscaban como el mayor bien la riqueza, el