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La Educación
Los primeros alumnos de Jesús fueron escogidos de entre el
pueblo común. Estos pescadores de Galilea eran hombres humildes,
sin educación; no conocían ni la erudición ni las costumbres de los
rabinos, sino la severa disciplina del trabajo rudo. Eran hombres de
capacidad innata y de espíritu dócil, que podían ser educados y for-
mados para hacer la obra del Salvador. En las vocaciones humildes
de la vida hay más de un trabajador que prosigue pacientemente con
la rutina de sus tareas diarias, inconsciente de que hay en él faculta-
des latentes que, puestas en acción, lo colocarían entre los grandes
dirigentes del mundo. Así eran los hombres que el Salvador llamó
para que fueran sus colaboradores. Y tuvieron la ventaja de gozar
de tres años de educación, dirigida por el más grande Educador que
haya tenido el mundo.
Estos primeros discípulos eran muy diferentes los unos de los
otros. Iban a llegar a ser los maestros del mundo, y se veía en ellos
toda clase de caracteres. Eran Leví-Mateo, el publicano, invitado
a abandonar una vida de actividad comercial al servicio de Roma;
Simón, el celote, enemigo inflexible de la autoridad imperial; el
impulsivo, arrogante y afectuoso Pedro; su hermano Andrés; Judas,
de Judea, pulido, capaz, y de espíritu ruin; Felipe y Tomás, fieles y
fervientes, aunque de corazón tardo para creer; Santiago el menor
y Judas, de menos prominencia entre los hermanos, pero hombres
fuertes y definidos tanto en sus faltas como en sus virtudes; Nata-
nael, semejante a un niño en sinceridad y confianza; y los hijos de
Zebedeo, afectuosos y ambiciosos.
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A fin de impulsar con éxito la obra a la cual habían sido llamados,
estos discípulos, que diferían tanto en sus características naturales, en
su educación y en sus hábitos de vida, necesitaban llegar a la unidad
de sentimiento, pensamiento y acción. Cristo se proponía obtener
esta unidad, y con este fin trató de unirlos a él. La preocupación
de su trabajo por ellos está expresada en la oración que dirigió a
su Padre: “Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y
yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros [...] para que el
mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos
como también a mí me has amado