El proceso refinador, 17 de septiembre
Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha
sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino
gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de
Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con
gran alegría.
1 Pedro 4:12, 13
.
Dios no envía la prueba a sus hijos sin un propósito. Nunca los
conduce de otra manera que la que ellos elegirían si pudiesen ver el fin
desde el principio y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo
como colaboradores con él. Los somete a la disciplina para humillarlos,
para llevarlos, a través de la prueba y la aflicción, a ver su fragilidad y
acercarse a él...
Los cristianos son joyas de Cristo. Existen para resplandecer brillan-
temente por él, prodigando la luz de su belleza. Su esplendor depende
del pulimiento que reciben. Pueden elegir ser bruñidos o permanecer sin
serlo. Pero todo aquel que es declarado digno de un lugar en el templo
del Señor tiene que someterse al proceso refinador. Sin el pulimiento
que el Señor da, no pueden reflejar más luz que la de un guijarro común.
Cristo le dice al hombre: ... Eres solamente una piedra tosca, pero si te
colocas en mis manos, te puliré y el brillo con que resplandecerás traerá
honor a mi nombre... En el día de mi coronación, serás una joya en mi
corona de júbilo.
El Obrero divino gasta poco tiempo en material inútil. Únicamente
pule las joyas preciosas, según la semejanza de un palacio, labrando
con ahínco todos los cantos ásperos. Este proceso es severo y penoso;
hiere el orgullo humano. Cristo corta profundamente en la experiencia
que el hombre en su suficiencia propia ha considerado como completa,
y elimina el ensoberbecimiento del carácter. Desbasta con empeño la
superficie sobrante, y poniendo la piedra en la rueda pulidora, la aprieta
estrechamente para que toda aspereza pueda ser consumida. Entonces,
llevando la joya hasta la luz, el Maestro ve en ella un reflejo de sí mismo
y la declara digna de [ocupar] un lugar en su cofre.—
The Review and
Herald, 7 de marzo de 1912
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