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Los Hechos de los Apóstoles
declarando que ningún mortal podía presentar tal aspecto y disponer
de tan sorprendente elocuencia. Dijeron, además, que aunque siem-
pre lo habían respetado como gobernante, de ahora en adelante lo
adorarían como dios.
Algunos de aquellos cuyo voz estaba ahora glorificando a un
vil pecador, habían elevado, tan sólo pocos años antes, el clamor
frenético: ¡Quita a Jesús! ¡Crucifícale, crucifícale! Los judíos se
habían negado a recibir a Jesús, cuyas burdas vestiduras, a menudo
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sucias del viajar, cubrían un corazón lleno de amor divino. Sus ojos
no podían discernir, bajo el exterior humilde, al Señor de la vida y
la gloria, aun cuando el poder de Cristo se había revelado ante ellos
en obras que ningún hombre podía hacer. Pero estaban dispuestos a
adorar como dios al rey altanero, cuyos magníficos vestidos de plata
y oro cubrían un corazón corrompido y cruel.
Herodes sabía que no merecía ninguna de las ala alabanzas y
homenajes que se le tributaban, y sin embargo aceptó la idolatría del
pueblo como si le fuera debida. Su corazón saltaba de triunfo, y una
expresión de orgullo satisfecho se notaba en su semblante mientras
oía el clamor: “Voz de Dios, y no de hombre.”
Pero de repente lo sobrecogió un cambio espantoso. Su rostro se
puso pálido como la muerte y convulsionado por la agonía. Gruesas
gotas de sudor brotaron de sus poros. Quedó un momento de pie
como transido de dolor y terror; luego, volviendo su semblante
lívido hacia sus horrorizados amigos, exclamó en tono hueco de
desesperación: Aquel que ensalzasteis como dios está herido de
muerte.
Se lo sacó de la escena de orgía y pompa sufriendo la angustia
más torturante. Momentos antes había recibido alabanzas y culto de
una vasta muchedumbre; ahora se daba cuenta de que se hallaba en
las manos de un Gobernante mayor que él. Se sintió invadido por el
remordimiento: recordó su implacable persecución de los discípulos
de Cristo; su cruel orden de matar al inocente Jacobo, y su propósito
de dar muerte al apóstol Pedro; recordó cómo en su mortificación
e ira frustrada había ejercido una venganza irrazonable contra los
guardias de la cárcel. Sintió que él, el perseguidor implacable, ha-
bía caído ahora en las manos de Dios. No hallaba alivio del dolor
corporal ni de la angustia mental, ni tampoco tenía esperanza de
obtenerlo.