Página 155 - Los Hechos de los Ap

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En las regiones lejanas
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la causa de su Redentor. Pablo pensaba en la persecución que había
hecho sufrir a los discípulos de Cristo, y se regocijaba porque sus
ojos habían sido abiertos para ver, y su corazón para sentir el poder
de las gloriosas verdades que una vez despreciaba.
Con asombro, los otros presos oyeron las oraciones y los cantos
que salían de la cárcel interior. Habían estado acostumbrados a
oír gritos y gemidos, maldiciones y juramentos, que rompían el
silencio de la noche, pero nunca antes habían oído palabras de
oración y alabanza subir de aquella lóbrega celda. Los guardianes y
los presos se maravillaban, y se preguntaban quiénes podían ser estos
hombres que, sufriendo frío, hambre y tortura, podían, sin embargo,
regocijarse.
Entre tanto, los magistrados volvían a sus casas felicitándose
porque mediante medidas rápidas y decisivas habían sofocado el
tumulto. Pero por el camino oyeron detalles adicionales sobre el
carácter y la obra de los hombres que habían condenado a la flagela-
ción y el encarcelamiento. Vieron a la mujer que había sido librada
de la influencia satánica, y se sorprendieron por el cambio de su sem-
blante y conducta. En lo pasado había provocado mucha dificultad a
la ciudad; ahora era tranquila y pacífica. Cuando comprendieron que
con toda probabilidad habían aplicado a dos inocentes el riguroso
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castigo de la ley romana, se indignaron consigo mismos, y decidie-
ron ordenar por la mañana que los apóstoles fueran secretamente
puestos en libertad y acompañados fuera de la ciudad, donde no
estuvieran expuestos a la violencia de la turba.
Pero mientras los hombres eran crueles y vindicativos, o crimi-
nalmente descuidados con las responsabilidades a ellos confiadas,
Dios no se había olvidado de ser misericordioso con sus siervos.
Todo el cielo estaba interesado en los hombres que estaban sufriendo
por amor a Cristo, y los ángeles fueron enviados a visitar la cárcel.
A su paso la tierra tembló. Las pesadas puertas acerrojadas de la
cárcel se abrieron de par en par; las cadenas y grillos cayeron de las
manos y pies de los presos; y una brillante luz inundó la prisión.
El carcelero había oído con asombro las oraciones y cantos de
los encarcelados apóstoles. Cuando los trajeron vió sus hinchadas y
sangrientas heridas, y él mismo hizo asegurar sus pies en los cepos.
Había esperado oír de ellos amargos gemidos e imprecaciones; pero
oyó en cambio cantos de gozo y alabanza. Con estos sonidos en sus