Página 156 - Los Hechos de los Ap

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Los Hechos de los Apóstoles
oídos el carcelero había caído en un sueño del cual fué despertado
por el terremoto y el sacudimiento de las paredes de la cárcel.
Levantándose precipitadamente con alarma, vió con espanto que
todas las puertas de la cárcel estaban abiertas, y fué sobrecogido por
el repentino temor de que los presos se hubiesen escapado. Recordó
el explícito encargo con que se le había confiado el cuidado de Pablo
y Silas la noche anterior, y estaba seguro que la muerte sería el
castigo de su aparente infidelidad. En la amargura de su espíritu,
pensó que era mejor quitarse él mismo la vida que someterse a
una vergonzosa ejecución. Tomando su espada, estaba por matarse,
cuando oyó las alentadoras palabras de Pablo: “No te hagas ningún
mal; que todos estamos aquí.” Todos los hombres estaban en su sitio,
contenidos por el poder de Dios ejercido por uno de los presos.
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La severidad con que el carcelero había tratado a los apóstoles
no había despertado su resentimiento. Pablo y Silas tenían el espíritu
de Cristo, no el espíritu de venganza. Sus corazones, llenos del amor
del Salvador, no daban cabida a la malicia contra sus perseguidores.
El carcelero dejó caer su espada y pidiendo luz, se apresuró a ir
a la mazmorra interior. Quería ver qué clase de hombres eran éstos
que retribuían con bondad la crueldad con que habían sido tratados.
Al llegar donde estaban los apóstoles, postrándose ante ellos, les
pidió que le perdonaran. Entonces, sacándolos al patio, les preguntó:
“Señores, ¿qué es menester que yo haga para ser salvo?”
El carcelero había temblado al ver la ira de Dios manifestada
en el terremoto; cuando pensó que los presos se habían escapado,
había estado dispuesto a suicidarse; pero ahora todas estas cosas
le parecían insignificantes en comparación con el nuevo y extraño
terror que agitaba su mente, y con el deseo de tener la tranquilidad
y alegría manifestadas por los apóstoles bajo el sufrimiento y el
ultraje. Vió en sus rostros la luz del cielo; sabía que Dios había
intervenido milagrosamente para salvar sus vidas, y se revistieron
de extraordinaria fuerza las palabras de la endemoniada: “Estos
hombres son siervos del Dios Alto, los cuales os anuncian el camino
de salud.”
Con profunda humildad pidió a los apóstoles que le mostraran
el camino de la vida. “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú,
y tu casa—contestaron ellos.—Y le hablaron la palabra del Señor,
y a todos los que estaban en su casa.” El carcelero lavó entonces