Página 259 - Los Hechos de los Ap

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Un ministerio consagrado
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escuchaban las verdades que caían de sus labios, tan distintas de las
tradiciones y dogmas enseñados por los rabinos, brotaba la espe-
ranza en sus corazones. En su enseñanza había un fervor que hacía
penetrar sus palabras en los corazones con un poder convincente.
Los ministros de Dios han de aprender el método de trabajar que
seguía Cristo, para que puedan extraer del depósito de su Palabra
lo que supla las necesidades espirituales de aquellos con quienes
trabajan. Sólo así pueden cumplir su cometido. El mismo Espíritu
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que moraba en Cristo mientras impartía la instrucción que recibía
constantemente, ha de ser la fuente de su conocimiento y el secreto
de su poder al realizar en el mundo la obra del Salvador.
Algunos que han trabajado en el ministerio no han tenido éxito
porque no han dedicado su interés indiviso a la obra del Señor. Los
ministros no deberían tener intereses absorbentes fuera de la gran
obra de guiar las almas al Salvador. Los pescadores a quienes llamó
Cristo, abandonaron inmediatamente sus redes y le siguieron. Los
ministros no pueden realizar un trabajo aceptable para Dios, y al
mismo tiempo llevar las cargas de grandes empresas comerciales
personales. Semejante división de intereses empaña su percepción
espiritual. La mente y el corazón están ocupados con las cosas
terrenales, y el servicio de Cristo pasa a un lugar secundario. Tratan
de acomodar su trabajo para Dios a sus circunstancias personales,
en lugar de acomodar las circunstancias a las demandas de Dios.
El ministro necesita todas sus energías para su alta vocación.
Sus mejores facultades pertenecen a Dios. No debe envolverse en
especulaciones ni en ningún otro negocio que pueda apartarlo de
su gran obra. “Ninguno que milita—declaró Pablo—se embaraza
en los negocios de la vida; a fin de agradar a aquel que lo tomó
por soldado.”
2 Timoteo 2:4
. Así recalcó el apóstol la necesidad del
ministro de consagrarse sin reserva al servicio del Señor. El ministro
enteramente consagrado a Dios rehusa ocuparse en negocios que
podrían impedirle dedicarse por completo a su sagrada vocación. No
lucha por honores o riquezas terrenales; su único propósito es hablar
a otros del Salvador, que se dió a sí mismo para proporcionar a los
seres humanos las riquezas de la vida eterna. Su más alto deseo no
es acumular tesoros en este mundo, sino llamar la atención de los
indiferentes y desleales a las realidades eternas. Puede pedírsele que
se ocupe en empresas que prometan grandes ganancias mundanales,