Página 27 - Los Hechos de los Ap

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La gran comisión
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recibir la dotación celestial; que el Evangelio sería eficaz sólo en
la medida en que fuera proclamado por corazones encendidos y
labios hechos elocuentes por el conocimiento vivo de Aquel que es
el camino, la verdad y la vida. La obra encomendada a los discípulos
requeriría gran eficiencia; porque la corriente del mal que fluía contra
ellos era profunda y fuerte. Estaba al frente de las fuerzas de las
tinieblas un caudillo vigilante y resuelto, y los seguidores de Cristo
podrían batallar por el bien sólo mediante la ayuda que Dios, por su
Espíritu, les diera.
Cristo dijo a sus discípulos que ellos debían comenzar su trabajo
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en Jerusalén. Esa ciudad había sido el escenario de su asombroso
sacrificio por la raza humana. Allí, cubierto con el vestido de la
humanidad, había caminado y hablado con los hombres, y pocos
habían discernido cuánto se había acercado el cielo a la tierra. Allí
había sido condenado y crucificado. En Jerusalén había muchos que
creían secretamente que Jesús de Nazaret era el Mesías, y muchos
que habían sido engañados por los sacerdotes y gobernantes. El
Evangelio debía ser proclamado a éstos. Debían ser llamados al
arrepentimiento. Debía aclararse la maravillosa verdad de que sólo
mediante Cristo puede obtenerse la remisión de los pecados. Y
mientras Jerusalén estaba agitada por los conmovedores sucesos de
pocas semanas atrás, era cuando la predicación de los discípulos
haría la más profunda impresión.
Durante su ministerio, Jesús había mantenido constantemente
ante los discípulos el hecho de que ellos habrían de ser uno con él
en su obra de rescatar al mundo de la esclavitud del pecado. Cuando
envió a los doce y más tarde a los setenta, a proclamar el reino de
Dios, les estaba enseñando su deber de impartir a otros lo que él les
había hecho conocer. En toda su obra, los estaba preparando para
una labor individual, que se extendería a medida que el número de
ellos creciese, y finalmente alcanzaría a las más apartadas regiones
de la tierra. La última lección que dió a sus seguidores era que se
les habían encomendado para el mundo las alegres nuevas de la
salvación.
Cuando llegó el momento en que debía ascender a su Padre,
Cristo condujo a los discípulos hasta Betania. Allí se detuvo, y ellos
se reunieron en derredor de él. Con las manos extendidas en ademán
de bendecir, como asegurándoles su cuidado protector, ascendió