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Los Hechos de los Apóstoles
“Y ahora, he aquí—continuó Pablo,—ligado yo en espíritu, voy
a Jerusalem, sin saber lo que allá me ha de acontecer: mas que el
Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio diciendo que
prisiones y tribulaciones me esperan. Mas de ninguna cosa hago
caso, ni estimo mi vida preciosa para mí mismo; solamente que
acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús,
para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios. Y ahora,
he aquí, yo sé que ninguno de todos vosotros, por quien he pasado
predicando el reino de Dios, verá más mi rostro.”
Pablo no había tenido intención de dar este testimonio, pero
mientras hablaba, el Espíritu de la inspiración descendió sobre él, y
confirmó sus temores de que ésa sería la última entrevista con sus
hermanos efesios.
“Por tanto, yo os protesto el día de hoy, que yo soy limpio de la
sangre de todos: porque no he rehuído de anunciaros todo el consejo
de Dios.” Ningún temor de ofender, ni el deseo de conquistar amistad
o aplauso, podía inducir a Pablo a negarse a declarar las palabras
de Dios dadas para su instrucción, amonestación y corrección. Dios
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requiere hoy que sus siervos prediquen la Palabra y expongan sus
preceptos con intrepidez. El ministro de Cristo no debe presentar
a la gente tan sólo las verdades más agradables, ocultándole las
que puedan causarle dolor. Debe observar con intensa solicitud el
desarrollo del carácter. Si ve que cualquiera de su rebaño fomenta
un pecado, como fiel pastor debe darle, basado en la Palabra de
Dios, instrucciones aplicables a su caso. Si permite que sigan, sin
amonestación alguna, confiando en sí mismos, será responsable por
sus almas. El pastor que cumple su elevado cometido debe dar a su
pueblo fiel instrucción en cuanto a todos los puntos de la fe cristiana
y mostrarle lo que debe ser y hacer a fin de ser hallado perfecto en
el día de Dios. Sólo el que es fiel maestro de la verdad podrá decir
con Pablo al fin de su obra: “Soy limpio de la sangre de todos.”
“Por tanto mirad por vosotros—amonestó el apóstol a sus
hermanos,—y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha
puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual ganó
por su sangre.” Si los ministros del Evangelio tuviesen constante-
mente presente que están tratando con lo que ha sido comprado
con la sangre de Cristo, tendrían un concepto más profundo de la
importancia de su obra. Han de tener cuidado de sí mismos y de su