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Los Hechos de los Apóstoles
cio seguía, el acusado mostraba claramente, con calma y serenidad,
la falsedad de sus declaraciones.
Festo se dió cuenta de que la cuestión en disputa se refería en-
teramente a las doctrinas judías, y que, aun en el caso de poder
probarlas, no había en las acusaciones contra Pablo, nada que lo hi-
ciera digno de muerte ni aun de prisión. Sin embargo, vió claramente
la tormenta de ira que se levantaría si Pablo no fuera condenado
o entregado en sus manos. Y así, “queriendo congraciarse con los
Judíos,” Festo se volvió a Pablo y le preguntó si quería ir a Jerusalén
bajo su protección, para ser juzgado por el Sanedrín.
El apóstol sabía que no podía esperar justicia de parte del pueblo
que por sus crímenes estaba atrayendo sobre sí la ira de Dios. Sabía
que, como el profeta Elías, estaría más seguro entre los paganos
que entre los que habían rechazado la luz del cielo y endurecido sus
corazones contra el Evangelio. Cansado de la lucha, su activo espíritu
apenas podía soportar los repetidos aplazamientos y la agotadora
incertidumbre de su juicio y encarcelamiento. Por lo tanto, decidió
ejercer su derecho de ciudadano romano de apelar a César.
En respuesta a la pregunta del gobernador, Pablo dijo: “Ante
el tribunal de César estoy, donde conviene que sea juzgado. A los
Judíos no he hecho injuria ninguna, como tú sabes muy bien. Porque
si alguna injuria, o cosa alguna digna de muerte he hecho, no rehuso
morir; mas si nada hay de las cosas de que éstos me acusan, nadie
puede darme a ellos. A César apelo.”
Festo no conocía ninguna de las conspiraciones de los judíos
para asesinar a Pablo, y se sorprendió por esta apelación a César. Sin
embargo, las palabras del apóstol detuvieron el proceso de la corte.
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“Entonces Festo, habiendo hablado con el consejo, respondió: ¿A
César has apelado? a César irás.”
Así fué como una vez más, a causa del odio nacido del fanatismo
y de la justicia propia, un siervo de Dios fué inducido a buscar
protección entre los paganos. Fué este mismo odio el que indujo a
Elías a huir y pedir socorro a la viuda de Sarepta; y el que obligó a
los heraldos del Evangelio a apartarse de los judíos para proclamar
su mensaje a los gentiles. Y el pueblo de Dios que vive en este
siglo tiene todavía que afrontar este odio. Entre muchos de los
profesos seguidores de Cristo existe el mismo orgullo, formalismo
y egoísmo, el mismo espíritu opresor, que reinaba en tan grande