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Los Hechos de los Apóstoles
el mástil roto y las velas hechas trizas, era arrojado de aquí para allá
por la furia de los elementos. Cada momento parecía que el crujiente
maderamen iba a ceder en el balanceo y estremecimiento del barco
bajo el embate de las olas. La vía de agua aumentaba rápidamente,
y los pasajeros y la tripulación trabajaron continuamente para des-
aguar el buque. No había ni un momento de descanso para nadie de
los que estaban a bordo. “Al tercer día—escribe Lucas—nosotros
con nuestras manos arrojamos los aparejos de la nave. Y no pare-
ciendo sol ni estrellas por muchos días, y viniendo una tempestad
no pequeña, ya era perdida toda la esperanza de nuestra salud.”
Durante catorce días fueron llevados a la deriva bajo un cielo
sin sol y sin estrellas. El apóstol, aunque sufría físicamente, tenía
palabras de esperanza para la hora más negra, y tendía una mano de
ayuda en toda emergencia. Se aferraba por la fe del brazo del Poder
Infinito, y su corazón se apoyaba en Dios. No tenía temores por sí
mismo; sabía que Dios le preservaría para testificar en Roma a favor
de la verdad de Cristo. Pero su corazón se conmovía de lástima por
las pobres almas que le rodeaban, pecaminosas, degradadas, y sin
preparación para la muerte. Al suplicar fervientemente a Dios que
les perdonara la vida, se le reveló que esto se había concedido.
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Aprovechando un momento en que amainó la tempestad, Pablo
se adelantó en la cubierta, y levantando la voz dijo: “Fuera de cierto
conveniente, oh varones, haberme oído, y no partir de Creta, y evitar
este inconveniente y daño. Mas ahora os amonesto que tengáis buen
ánimo; porque ninguna pérdida habrá de persona de vosotros, sino
solamente de la nave. Porque esta noche ha estado conmigo el ángel
del Dios del cual yo soy, y al cual sirvo, diciendo: Pablo, no temas;
es menester que seas presentado delante de César; y he aquí, Dios
te ha dado todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones,
tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que será así como me
ha dicho; si bien es menester que demos en una isla.”
Estas palabras despertaron la esperanza. Y pasajeros y tripulantes
sacudieron su apatía. Había todavía mucho que hacer, y debían
ejercer todo esfuerzo posible para evitar la destrucción.
La décimocuarta noche de ser presa de las negras olas, “a la
media noche,” los marineros, al distinguir ruido de rompientes, “sos-
pecharon que estaban cerca de alguna tierra; y echando la sonda,
hallaron veinte brazas; y pasando un poco más adelante, volviendo a