Página 311 - Los Hechos de los Ap

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El viaje y el naufragio
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echar la sonda, hallaron quince brazas. Y habiendo temor—escribe
Lucas—de dar en lugares escabrosos, echando cuatro anclas de la
popa, deseaban que se hiciese de día.”
Al despuntar el alba, se divisaron con dificultad los contornos
de una costa azotada por la tormenta, pero no se podía reconocer
ninguna señal familiar. Tan lúgubre era la perspectiva, que los mari-
neros paganos, perdiendo su valentía, estaban por huir de la nave, y
fingiendo hacer preparativos para “largar las anclas de proa,” habían
ya bajado el bote salvavidas, cuando Pablo, percibiendo su indigno
propósito, dijo al centurión y a los soldados: “Si éstos no quedan en
la nave, vosotros no podéis salvaros.” Los soldados inmediatamente
“cortaron los cabos del esquife, y dejáronlo perder” en el mar.
Les esperaba todavía la hora más crítica. Otra vez el apóstol
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les habló palabras de ánimo, y rogó a todos, tanto marineros como
pasajeros, que comieran algo, diciendo: “Este es el décimocuarto día
que esperáis y permanecéis ayunos, no comiendo nada. Por tanto,
os ruego que comáis por vuestra salud: que ni aun un cabello de la
cabeza de ninguno de vosotros perecerá.
“Y habiendo dicho esto, tomando el pan, hizo gracias a Dios en
presencia de todos, y partiendo, comenzó a comer.” Entonces aque-
llas doscientos setenta y cinco personas cansadas y desalentadas que,
a no ser por Pablo, se hubieran desesperado, comieron juntamente
con el apóstol. “Y satisfechos de comida, aliviaban la nave, echando
el grano al mar.”
Era ya pleno día, pero no podían reconocer nada que les hiciese
posible determinar dónde estaban. Sin embargo, “veían un golfo que
tenía orilla, al cual acordaron echar, si pudiesen, la nave. Cortando
pues las anclas, las dejaron en la mar, largando también las ataduras
de los gobernalles; y alzada la vela mayor al viento, íbanse a la orilla.
Mas dando en un lugar de dos aguas, hicieron encallar la nave; y la
proa, hincada, estaba sin moverse, y la popa se abría con la fuerza
de la mar.”
A Pablo y los demás presos les amenazaba ya una suerte más
terrible que el naufragio. Los soldados percibieron que mientras
se esforzasen por llegar a tierra, les sería imposible guardar a los
presos. Cada hombre tendría que esforzarse al límite para salvarse a
sí mismo. Sin embargo, si faltara alguno de los presos, responderían
con su vida los encargados de su cuidado. Por lo tanto los soldados