Página 315 - Los Hechos de los Ap

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En Roma
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la gran carretera, el anciano de cabellos grises, encadenado con un
grupo de criminales aparentemente empedernidos, recibe más de
una mirada de escarnio y es hecho objeto de más de una broma
grosera y burlona.
De repente se oye un grito de júbilo, y un hombre que sale de
entre la multitud se arroja al cuello del preso y le abraza con lágrimas
de regocijo como un hijo que da la bienvenida a su padre por largo
tiempo ausente. Vez tras vez se repite la escena, a medida que con
ojos aguzados por la amante expectación, muchos reconocen en el
encadenado a aquel que en Corinto, en Filipos, en Efeso, les había
hablado las palabras de vida.
Mientras los afectuosos discípulos rodean a su padre en el Evan-
gelio, toda la compañía se detiene. Los soldados se impacientan
por la demora; sin embargo, no se atreven a interrumpir este feliz
encuentro, porque ellos también han aprendido a respetar y estimar
a su preso. En ese cansado y dolorido rostro, los discípulos veían
reflejada la imagen de Cristo. Le aseguraban a Pablo que no le ha-
bían olvidado ni cesarían de amarle; que estaban endeudados con él
por la feliz esperanza que animaba sus vidas y les otorgaba paz para
con Dios. En ardoroso amor, hubieran deseado llevarlo sobre sus
hombros todo el camino hasta la ciudad, si tan sólo se les hubiese
concedido ese privilegio.
Pocos comprenden el significado de estas palabras de Lucas,
referentes al encuentro de Pablo con los hermanos: “Dió gracias a
Dios, y tomó aliento.” En medio de la llorosa y simpatizante compa-
ñía de creyentes, que no se avergonzaba de sus cadenas, el apóstol
alabó a Dios en alta voz. Se disipó la nube de tristeza que había
pesado sobre su espíritu. Su vida cristiana había sido una sucesión
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de pruebas, sufrimientos y chascos, pero en esta hora se sentía abun-
dantemente recompensado. Con paso más firme y corazón gozoso
continuó su camino. No se quejaría del pasado, ni tampoco temería
el futuro. Sabía que cadenas y aflicciones le esperaban, pero también
que debía rescatar almas de un cautiverio infinitamente más terrible,
y se regocijó en sus sufrimientos por causa de Cristo.
En Roma el centurión Julio entregó sus presos al capitán de la
guardia del emperador. El buen informe que dió de Pablo, juntamente
con la carta de Festo, fué motivo para que el apóstol fuese tratado
con miramiento por el prefecto de los ejércitos, y en lugar de ser