Página 346 - Los Hechos de los Ap

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Los Hechos de los Apóstoles
hacía temblar al mundo. Caer en su desagrado significaba perder la
propiedad, la libertad y la vida; y su enojo era más temible que la
peste.
Sin dinero, ni amigos, ni consejeros, el anciano apóstol compa-
reció ante Nerón, cuyo aspecto revelaba las vergonzosas pasiones
que en su interior rebullían, mientras que el rostro del acusado re-
flejaba un corazón en paz con Dios. La vida de Pablo había sido
de pobreza, abnegación y sufrimientos. A pesar de las constantes
falsedades, vituperios y maltrato con que sus enemigos habían pro-
curado intimidarlo, impávidamente mantuvo enhiesto el estandarte
de la cruz. Como su Maestro, había peregrinado sin hogar propio, y
como él, había vivido para beneficio de la humanidad. ¿Cómo podía
el antojadizo, apasionado y libertino tirano, comprender ni estimar
el carácter y los motivos de ese hijo de Dios?
El amplio salón estaba lleno de una turba ansiosa e inquieta, que
se apretujaba hacia adelante para ver y oír cuanto sucediese. Altos y
bajos, ricos y pobres, letrados e ignorantes, altivos y humildes, todos
estaban allí destituidos del verdadero conocimiento del camino de
vida y salvación.
Los judíos levantaron contra Pablo las viejas acusaciones de
sedición y herejía; y tanto judíos como romanos le culpaban de
haber instigado el incendio de la ciudad. Pablo escuchó estos cargos
con imperturbable serenidad. Los jueces y el público le miraban
sorprendidos. Habían presenciado muchos procesos y observado
a muchos criminales; pero nunca habían visto un procesado que
denotara tan santa tranquilidad como el que tenían delante. La sagaz
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mirada de los jueces acostumbrados a leer en el semblante de los
reos, buscaba vanamente en el rostro de Pablo alguna prueba de cul-
pabilidad. Cuando se le concedió la palabra para hablar en defensa
propia, todos escucharon con vivísimo interés.
Una vez más, tuvo Pablo ocasión de levantar ante una admirada
muchedumbre la bandera de la cruz. Al contemplar a los circuns-
tantes, judíos, griegos, romanos y extranjeros de muchos países, su
alma se conmovió con un intenso anhelo por su salvación. Perdió de
vista entonces la circunstancia en que se hallaba, los peligros que
le rodeaban y el terrible destino que parecía inminente. Sólo vió a
Jesús, el Mediador, abogando ante Dios en favor de los pecadores.
Con elocuencia sobrehumana expuso las verdades del Evangelio.