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Los Hechos de los Apóstoles
y riquezas terrenales. No estaban dispuestos a acudir a Cristo para
recibir luz.
Bajo la influencia de esta iluminación celestial, las escrituras que
Cristo había explicado a los discípulos resaltaron delante de ellos
con el brillo de la verdad perfecta. El velo que les había impedido ver
hasta el extremo de lo que había sido abolido, fué quitado ahora, y
comprendieron con perfecta claridad el objeto de la misión de Cristo
y la naturaleza de su reino. Podían hablar con poder del Salvador;
y mientras exponían a sus oyentes el plan de la salvación, muchos
quedaron convictos y convencidos. Las tradiciones y supersticiones
inculcadas por los sacerdotes fueron barridas de sus mentes, y las
enseñanzas del Salvador fueron aceptadas.
“Así que, los que recibieron su palabra, fueron bautizados; y
fueron añadidas a ellos aquel día como tres mil personas.”
Los dirigentes judíos habían supuesto que la obra de Cristo ter-
minaría con su muerte; pero en vez de eso fueron testigos de las
maravillosas escenas del día de Pentecostés. Oyeron a los discípulos
predicar a Cristo, dotados de un poder y energía hasta entonces des-
conocidos, y sus palabras confirmadas con señales y prodigios. En
Jerusalén, la fortaleza del judaísmo, miles declararon abiertamente
su fe en Jesús de Nazaret como el Mesías.
Los discípulos se asombraban y se regocijaban en gran manera
por la amplitud de la cosecha de almas. No consideraban esta maravi-
llosa mies como el resultado de sus propios esfuerzos; comprendían
que estaban entrando en las labores de otros hombres. Desde la caída
de Adán, Cristo había estado confiando a sus siervos escogidos la
semilla de su palabra, para que fuese sembrada en los corazones
humanos. Durante su vida en la tierra, había sembrado la semilla
de la verdad, y la había regado con su sangre. Las conversiones que
se produjeron en el día de Pentecostés fueron el resultado de esa
siembra, la cosecha de la obra de Cristo, que revelaba el poder de su
enseñanza.
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Los argumentos de los apóstoles por sí solos, aunque claros y
convincentes, no habrían eliminado el prejuicio que había resistido
tanta evidencia. Pero el Espíritu Santo hizo penetrar los argumentos
en los corazones con poder divino. Las palabras de los apóstoles
eran como saetas agudas del Todopoderoso que convencían a los