Página 37 - Los Hechos de los Ap

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Pentecostés
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hombres de su terrible culpa por haber rechazado y crucificado al
Señor de gloria.
Bajo la instrucción de Cristo, los discípulos habían sido induci-
dos a sentir su necesidad del Espíritu. Bajo la enseñanza del Espíritu,
recibieron la preparación final y salieron a emprender la obra de su
vida. Ya no eran ignorantes y sin cultura. Ya no eran una colección
de unidades independientes, ni elementos discordantes y antagóni-
cos. Ya no estaban sus esperanzas cifradas en la grandeza mundanal.
Eran “unánimes,” “de un corazón y un alma.”
Hechos 2:46; 4:32
.
Cristo llenaba sus pensamientos; su objeto era el adelantamiento de
su reino. En mente y carácter habían llegado a ser como su Maestro,
y los hombres “conocían que habían estado con Jesús.”
Hechos 4:13
.
El día de Pentecostés les trajo la iluminación celestial. Las ver-
dades que no podían entender mientras Cristo estaba con ellos que-
daron aclaradas ahora. Con una fe y una seguridad que nunca habían
conocido antes, aceptaron las enseñanzas de la Palabra Sagrada. Ya
no era más para ellos un asunto de fe el hecho de que Cristo era
el Hijo de Dios. Sabían que, aunque vestido de la humanidad, era
en verdad el Mesías, y contaban su experiencia al mundo con una
confianza que llevaba consigo la convicción de que Dios estaba con
ellos.
Podían pronunciar el nombre de Jesús con seguridad; porque
¿no era él su Amigo y Hermano mayor? Puestos en comunión con
Cristo, se sentaron con él en los lugares celestiales. ¡Con qué ardiente
lenguaje revestían sus ideas al testificar por él! Sus corazones estaban
sobrecargados con una benevolencia tan plena, tan profunda, de
tanto alcance, que los impelía a ir hasta los confines de la tierra, para
testificar del poder de Cristo. Estaban llenos de un intenso anhelo
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de llevar adelante la obra que él había comenzado. Comprendían la
grandeza de su deuda para con el cielo, y la responsabilidad de su
obra. Fortalecidos por la dotación del Espíritu Santo, salieron llenos
de celo a extender los triunfos de la cruz. El Espíritu los animaba y
hablaba por ellos. La paz de Cristo brillaba en sus rostros. Habían
consagrado sus vidas a su servicio, y sus mismas facciones llevaban
la evidencia de la entrega que habían hecho.
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