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Los Hechos de los Apóstoles
Ante los creyentes se presenta la maravillosa posibilidad de
llegar a ser semejantes a Cristo, obedientes a todos los principios
de la ley de Dios. Pero por sí mismo el hombre es absolutamente
incapaz de alcanzar esas condiciones. La santidad, que según la
Palabra de Dios debe poseer antes de poder ser salvo, es el resultado
del trabajo de la gracia divina sobre el que se somete en obediencia
a la disciplina y a las influencias refrenadoras del Espíritu de verdad.
La obediencia del hombre puede ser hecha perfecta únicamente por
el incienso de la justicia de Cristo, que llena con fragancia divina
cada acto de acatamiento. La parte que le toca a cada cristiano es
perseverar en la lucha por vencer cada falta. Constantemente debe
orar al Salvador para que sane las dolencias de su alma enferma por
el pecado. El hombre no tiene la sabiduría y la fuerza para vencer;
ellas vienen del Señor, y él las confiere a los que en humillación y
contrición buscan su ayuda.
La obra de transformación de la impiedad a la santidad es conti-
nua. Día tras día Dios obra la santificación del hombre, y éste debe
cooperar con él, haciendo esfuerzos perseverantes a fin de cultivar
hábitos correctos. Debe añadir gracia sobre gracia; y mientras el
hombre trabaja según el plan de adición, Dios obra para él según
el plan de multiplicación. Nuestro Salvador está siempre listo para
oír y contestar la oración de un corazón contrito, y multiplica pa-
ra los fieles su gracia y paz. Gozosamente derrama sobre ellos las
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bendiciones que necesitan en sus luchas contra los males que los
acosan.
Hay quienes intentan ascender la escalera del progreso cristiano,
pero a medida que avanzan, comienzan a poner su confianza en
el poder del hombre, y pronto pierden de vista a Jesús, el autor y
consumador de su fe. El resultado es el fracaso, la pérdida de todo
lo que se había ganado. Ciertamente es triste la condición de los que
habiéndose cansado en el camino, permiten al enemigo de las almas
que les arrebate las virtudes cristianas que habían desarrollado en sus
corazones y en sus vidas. “Mas el que no tiene estas cosas—declara
el apóstol,—es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado
la purificación de sus antiguos pecados.”
El apóstol Pedro había tenido una larga experiencia en las cosas
divinas. Su fe en el poder salvador de Dios se había fortalecido con
los años, hasta probar, más allá de toda duda, que no hay posibilidad