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Los Hechos de los Apóstoles
Juan se esforzó por hacer comprender a los creyentes los emi-
nentes privilegios que podían obtener por el ejercicio del espíritu
de amor. Cuando ese poder redentor llenara el corazón, dirigiría
cualquier otro impulso y colocaría a sus poseedores por encima de
las influencias corruptoras del mundo. Y a medida que este amor
llegara a dominar completamente y a ser la fuerza motriz de la vida,
su fe y confianza en Dios y en el trato del Padre para con ellos serían
completas. Podrían llegar a él con plena certidumbre y fe, sabiendo
que el Señor supliría cada necesidad para su bienestar presente y
eterno. “En esto es perfecto el amor con nosotros—escribió,—para
que tengamos confianza en el día del juicio; pues como él es, así
somos nosotros en este mundo. En amor no hay temor; mas el per-
fecto amor echa fuera el temor.” “Y ésta es la confianza que tenemos
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en él, que si demandáremos alguna cosa conforme a su voluntad, él
nos oye. Y si sabemos que él nos oye, ... sabemos que tenemos las
peticiones que le hubiéremos demandado.”
“Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre,
a Jesucristo el justo; y él es la propiciación por nuestros pecados:
y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el
mundo.” “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
que nos perdone nuestros pecados y nos limpie de toda maldad.”
Las condiciones para obtener la misericordia de Dios son sencillas y
razonables. El Señor no requiere que hagamos algo doloroso a fin de
obtener el perdón. No necesitamos hacer largas y cansadoras peregri-
naciones o ejecutar penitencias penosas para encomendar nuestras
almas a él o para expiar nuestra transgresión. El que “confiesa y se
aparta” de su pecado “alcanzará misericordia.”
Proverbios 28:13
.
En los atrios celestiales, Cristo intercede por su iglesia, intercede
por aquellos para quienes pagó el precio de la redención con su
sangre. Los siglos de los siglos no podrán menoscabar la eficiencia
de su sacrificio expiatorio. Ni la vida ni la muerte, ni lo alto ni lo
bajo, pueden separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús; no
porque nosotros nos asimos de él tan firmemente, sino porque él nos
sostiene con seguridad. Si nuestra salvación dependiera de nuestros
propios esfuerzos, no podríamos ser salvos; pero ella depende de
Uno que endosa todas las promesas. Nuestro asimiento de él puede
parecer débil, pero su amor es como el de un hermano mayor; mien-