Página 401 - Los Hechos de los Ap

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Patmos
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los acontecimientos que se verificarían en las últimas escenas de
la historia del mundo; y allí escribió las visiones que recibió de
Dios. Cuando su voz no pudiera testificar más de Aquel a quien
amó y sirvió, los mensajes que se le dieron en aquella costa estéril
iban a alumbrar como una lámpara encendida, anunciando el seguro
propósito del Señor acerca de cada nación de la tierra.
Entre los riscos y rocas de Patmos, Juan mantuvo comunión con
su Hacedor. Repasó su vida pasada, y, al pensar en las bendiciones
que había recibido, la paz llenó su corazón. Había vivido la vida de
un cristiano, y podía decir con fe: “Nosotros sabemos que hemos
pasado de muerte a vida.”
1 Juan 3:14
. No así el emperador que
le había desterrado. Este podía mirar hacia atrás y ver únicamente
campos de batalla y matanza, hogares desolados, viudas y huérfanos
llorando: el fruto de su ambicioso deseo de preeminencia.
En su aislado hogar, Juan estaba en condiciones, como nunca
antes, de estudiar más de cerca las manifestaciones del poder divino,
conforme están registradas en el libro de la naturaleza y en las
páginas de la inspiración. Para él era motivo de regocijo meditar
en la obra de la creación y adorar al divino Arquitecto. En años
anteriores sus ojos habían observado colinas cubiertas de bosques,
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verdes valles, llanuras llenas de frutales; y en las hermosuras de la
naturaleza siempre había sido su alegría rastrear la sabiduría y la
pericia del Creador. Ahora estaba rodeado por escenas que a muchos
les hubiesen parecido lóbregas y sin interés; pero para Juan era
distinto. Aunque sus alrededores parecían desolados y áridos, el
cielo azul que se extendía sobre él era tan brillante y hermoso como
el de su amada Jerusalén. En las desiertas y escarpadas rocas, en
los misterios de la profundidad, en las glorias del firmamento, leía
importantes lecciones. Todo daba testimonio del poder y la gloria de
Dios.
En todo su derredor el apóstol observaba vestigios del diluvio que
había inundado la tierra porque sus habitantes se habían aventurado
a transgredir la ley de Dios. Las rocas sacadas de las profundidades
del mar y de la tierra por la irrupción de las aguas, le recordaban
vívidamente los terrores de aquella terrible manifestación de la ira
de Dios. En la voz de muchas aguas, en que un abismo llamaba
a otro, el profeta oía la voz de su Creador. El mar, azotado por la
furia de vientos despiadados, representaba para él la ira de un Dios