Página 51 - Los Hechos de los Ap

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A la puerta del templo
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sano, añadía un testimonio de peso a las palabras de Pedro. Los
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sacerdotes y dignatarios permanecían callados. No podían rebatir la
afirmación de Pedro, pero no estaban menos determinados a poner
fin a las enseñanzas de los discípulos.
El milagro culminante de Cristo, la resurrección de Lázaro, había
sellado la determinación de los sacerdotes de quitar del mundo a
Jesús y sus maravillosas obras, que estaban destruyendo rápidamente
la influencia que ellos tenían sobre el pueblo. Lo habían crucificado;
pero aquí había una prueba convincente de que no habían puesto fin
a la operación de milagros en su nombre, ni a la proclamación de la
verdad que él enseñaba. Ya la curación del paralítico y la predicación
de los apóstoles habían llenado de excitación a Jerusalén.
A fin de encubrir su perplejidad y deliberar entre sí, los sacerdo-
tes y dignatarios ordenaron que se sacara a los apóstoles del concilio.
Todos convinieron en que sería inútil negar la curación del cojo. Gus-
tosos hubieran encubierto el milagro con falsedades; pero esto era
imposible; porque había ocurrido a la plena luz del día ante multitud
de gente, y ya lo sabían millares de personas. Sentían que la obra de
los discípulos debía ser detenida, o Jesús ganaría muchos seguidores.
Esto les acarrearía ignominia, porque serían considerados culpables
del asesinato del Hijo de Dios.
A pesar de su deseo de destruir a los discípulos, los sacerdotes
sólo se atrevieron a amenazarlos con riguroso castigo si seguían
hablando u obrando en el nombre de Jesús. Nuevamente los llamaron
ante el Sanedrín, y les intimaron que no hablasen ni enseñasen en
el nombre de Jesús. Pero Pedro y Juan respondieron: “Juzgad si es
justo delante de Dios obedecer antes a vosotros que a Dios: porque
no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.”
De buena gana hubieran los sacerdotes castigado a esos hombres
por su inquebrantable fidelidad a su sagrada vocación; pero temían
al pueblo, “porque todos glorificaban a Dios de lo que había sido he-
cho.” De manera que, después que se les hubieron dirigido reiteradas
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amenazas y órdenes, los apóstoles fueron puestos en libertad.
Mientras Pedro y Juan estaban presos, los otros discípulos, cono-
ciendo la malignidad de los judíos, habían orado incesantemente por
sus hermanos, temiendo que la crueldad mostrada para con Cristo
pudiera repetirse. Tan pronto como los apóstoles fueron soltados,
buscaron al resto de los discípulos, y los informaron del resultado