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Los Hechos de los Apóstoles
del juicio. Grande fué el gozo de los creyentes. “Alzaron unánimes
la voz a Dios, y dijeron: Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y
la tierra, la mar, y todo lo que en ellos hay; que por boca de David,
tu siervo, dijiste: ¿Por qué han bramado las gentes, y los pueblos
han pensado cosas vanas? Asistieron los reyes de la tierra, y los
príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo. Por-
que verdaderamente se juntaron en esta ciudad contra tu santo Hijo
Jesús, al cual ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los Gentiles y
los pueblos de Israel, para hacer lo que tu mano y tu consejo habían
antes determinado que había de ser hecho.
“Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y da a tus siervos que con
toda confianza hablen tu palabra; que extiendas tu mano a que
sanidades, y milagros, y prodigios sean hechos por el nombre de tu
santo Hijo Jesús.”
Los discípulos pidieron en oración que se les impartiera mayor
fuerza en la obra del ministerio, porque veían que habrían de afrontar
la misma resuelta oposición que Cristo había afrontado cuando
estuvo en la tierra. Mientras sus unánimes oraciones ascendían por
la fe al cielo, vino la respuesta. El lugar donde estaban congregados
se estremeció, y ellos fueron dotados de nuevo con el Espíritu Santo.
Con el corazón lleno de valor, salieron de nuevo a proclamar la
palabra de Dios en Jerusalén. “Y los apóstoles daban testimonio de
la resurrección del Señor Jesús con gran esfuerzo,” y Dios bendijo
maravillosamente ese esfuerzo.
El principio que los discípulos sostuvieron valientemente cuan-
do, en respuesta a la orden de no hablar más en el nombre de Jesús,
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declararon: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer antes a
vosotros que a Dios,” es el mismo que los adherentes del Evangelio
lucharon por mantener en los días de la Reforma. Cuando en 1529
los príncipes alemanes se reunieron en la Dieta de Espira, se presen-
tó allí el decreto del emperador que restringía la libertad religiosa,
y que prohibía toda diseminación ulterior de las doctrinas reforma-
das. Parecía que toda la esperanza del mundo estaba a punto de ser
destrozada. ¿Iban a aceptar los príncipes el decreto? ¿Debía privarse
de la luz del Evangelio a las multitudes que estaban todavía en las
tinieblas? Importantes intereses para el mundo estaban en peligro.
Los que habían aceptado la fe reformada se reunieron, y su unánime
decisión fué: “Rechacemos este decreto. En asunto de conciencia